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cosas de mina. Cuentos de la otra.


Dos años atrás estuve en una unidad coronaria. Alguien pensò que me habia agarrado un infarto, me habían subido unas enzimas, que se yo. Mi hija iba en la ambulancia conmigo y lloraba como si yo me fuera a morir. No pensaba en morirme. Yo me sentía bien, solo con un dolor en el pecho como si alguien me estuviera pisando …como si fuera asma. La nota graciosa es que en ese momento que debìo ser tràgico  mi preocupacion  era burocratica: contaba los dias que me iba a tomar de licencia en mi función de directora de escuela,  sentía agobiada por el trabajo. Creo que después de eso tome la decisión de jubilarme.

Estoy releyendo mis cuentos para ver si voy con algún puaner a corregirlos y mejorarlos. Con dos relatos viejos, reciclados hice este cuento único. Se llama las pibas de la visita.

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Las pibitas de la visita.

Tengo un sueño recurrente. Me junto en una esquina con todas mis edades a discutir quién tuvo la culpa. Los más chicos siempre salen ilesos.

Hugo Coletti

En la sala de cirugía, mientras contaba para atrás, diez nueve ocho, entre el intervalo entre el ocho y el siete recordé los doce años. Después me dormí y vi lo que le pasaba  como en una película.

No era más que una chocolata marrón, espesa y escasa. No se estaba desangrando y no tenía ni ganas de devolver ni retorcijones de barriga. La había pedaleado poniéndose un rollito de papel higiénico (gris, barato, no  esos que tienen perritos y son blandos como algodones y tersos como el culito de un bebe) para no chorrearse la pierna, cosa altamente improbable con ese chuño en la bombacha con elástico. Eso si, se había puesto una que no tuviera el elástico flojo, ¡imagínate si encima tenia que andar subiéndose los calzones!.
Que ni se les ocurriera a un ramo de flores, un debut triunfal con hermanos varones y padres aplaudiéndola. Mejor muerta que ese sainete. Simplemente había que dar el paso y decirle a la madre el abracadabra al nuevo, inevitable status que las tetitas habían ido cantando, el estirón, el «ser señorita»  Había que agarrar y decir me vino
Bueno, era simple pero no estaba dispuesta
Mientras no lo dijera  nada cambiaría. Los varones podían seguir siendo amigos, no tendría que llevar cuentas en el almanaque, ni podría quedar embarazada como esa chica de la villa, que tenia mas o menos su edad y ya cargaba con su hijo, mugriento y mocoso, la que pedía con el carro la ropa que sobraba en casa.
No lo postergaba por cobarde: lo que se le complicaba era encontrar el tono de voz adecuado ¿vergüenza? ¿alegría? ¿complicidad? ¿recato? ¿miedo? ¿sorpresa? ¿inocencia?   Postergaba la escena, y cuanto mas la postergaba mas difícil se hacia. Los cambios no son fáciles, lo había dicho la de Johnson y Johnson. Le había quitado espontaneidad.
Odiaba la posibilidad de la charla. Su madre, devota del saber televisivo, tenia la obligación moderna de darle una charla y la se veía venir con terror, solo ambas tratando de reproducir un sketch televisivo, esquivando las cosas importante. Todos lugares comunes: ahora tenes que cuidarte de los hombres. ¿ahora?, y antes? ¿y como? Bla bla bla, y mezclando poca ciencia y superstición heredada:  no lavarse la cabeza porque una prima de alguien, lavandosè se había vuelto loca. ¿O la que se había vuelto loca había sido por hacer mayonesa o prender el horno?. Difícil entender porque el horno tenia que ver con la chocolata, pero la sangre se sube a la cabeza. Y te viene una embolia, o algo así. La sangre de abajo se va para arriba. Fatal.  Una operación de apéndice, que te saquen las amígdalas, que te tengan que internar y al final estas esperando un hijo o te agarra un cáncer y te vas a morir, todo mezclado. Peligro inminente, ojo con correr o andar en bicicleta. Dicen que ser mujer duele: dicen que duele ser de un hombre, que duele parir, que duele andar con Andres «el que viene una vez por mes». Olvidate de nadar, pero jamás iba a San Clemente, así que eso no era problema.
Por ahora nada de dolor. Nada, ella era siempre un fracaso: ni siquiera lloró cuando termino el séptimo grado, unos días atrás. Quería impostar las lagrimas y no salía nada. Y ahí, la Amitrano llorando, y los varones palmeandole la espalda, y las amigas haciéndole el corito de lloronas, siempre esa Amitrano dando la nota. Esa seguro había tenido ramo de flores y que le había dolido y tenia una cajita de Saridon de lata, hermosa,  donde guardar después la gillete para sacarle la punta a la caja de lapices Conte de 24 colores.
Cierta certeza de que mujeres eran las otras, de que nunca alcanzaría la información, ni siquiera la clase donde habían venido las doctoras del Modess, la información pavota de su madre, culposa y aburrida y sobre todo inservible, la idea sobrevolando de que ser mujer tenia que dar vergüenza u orgullo y ella no sentía ninguna de las dos cosas. Y que hijos tuvieran las otras, ella no se iba a morir sacando una cabeza grande como una pelota numero cinco del agujero de hacer pis.
Igual podía ser todo mentira,(nos han mentido tanto) hasta ahora no se estaba desangrando, no le dolía y después de piyar renovó el rollito de papel higiénico (gris gris gris) y agarro la bici y salió. Ser mujer podía esperar otro mes.

Sin embargo algo hay, el olor de la sangre es verdadero, y me duele mucho. Esto no es un sueño

Cuando pensé en que tenia que decir seis me desperté, alrededor mio ese movimiento de quirófano que recuerda vagamente la coreografía de los mozos que levantan las cosas al terminar una fiesta.  Entonces trato de hablar,  los médicos  me alientan, me confortan con palabras que no están dirigidas a mi, sino que son palabras que dicen por que las aprendieron a decir.  Pienso en que me voy a casa. Cierro los ojos, me llevan en una camilla con rueditas, hay luz arriba, debe ser el so.

Sol,  voy cruzando este parque, de nuevo el sol, poncho de los pobres, y  todo es tan real (los edificios, la cara de los que pasan, el peso de la bolsa donde llevo la compra del día) y  la  Silvia que me dijo que me dejara de joder, que eran ensoñaciones, trampas de la buena de la morfina. Pero no. Ellas vinieron. Todas menos una sonreían. Me cuidaron y se los debo.

La más chiquita tenía pañales de tela, el pelito duro, y apareció en la cama como si en vez de estar en  terapia intensiva yo estuviese en una sala de maternidad. Tenia, pobrecita, un olorcito suave a pis, a colonia de bebe, a eructo de leche de teta. Coloradita de llorar, chiquita y negra, la veía berrear, pero yo no la escuchaba. A nadie escuchaba entonces. Me venían a visitar –no se si para cumplir o que- y eran una procesión, en un episodio de la tele sin voz. Yo le puse mi dedo alrededor de su pequeña manito, y, respondiendo a un reflejo (babinski me decía la cabeza que daba vueltas) me agarró fuerte, y se me acomodó sobre la panza, y así me pude dormir,  corazón con corazón, panza con panza, acompasando los ritmos por debajo de la mascara de oxigeno. No sé porque el cableado no molestaba. Las dos juntas y de alguna manera nos acompañamos .Me tranquilizó porque apenas había llegado,sentí que mi cuerpo se sacudía como a una alfombra llena de mugre. Me estaba mirando desde arriba, hasta que vino la bebe, aterrice en la cama, le agarré el dedito  y me acovache.

 

Otro día (el tiempo en los hospitales no se mide por el reloj, cinco enfermeras mas tarde, uno en la cama de al lado que se llevaron finado, o por ahí en dolores: tres dolores después, veinte pinchazos) la vi a la otra. Una especie de ballerina rante, de suburbio. la remerita marrón con rayas horizontales, de manga corta y pollera plisada. Debo decir pollerita, perdónenme. Y las piernas llenas de cicatrices de granos, raspones, mugre en las rodillas. Era tan de noche, con las lunas de las luces de las camas, lunas nubladas,  y ella se balanceaba en el barral como un mono. El flequillo se le dividía en dos por un remolino. Y hablaba mucho.  Quería entretenerme. La miraba como a una película muda que sin embargo descifraba desde el silencio. Creo que me hacia burla para que la imitara, pero la morfina no me dejaba seguirle el juego.. Esa me acaricio la cabeza, y me entraron unas ganas de llorar tremendas. Se quedo mucho tiempo, contándome películas como si fuera un personaje  de Puig. Las películas son buenas para no morirse. Mientras te las cuentan no te morís.

La gordita tenia como 10 años, venia con unos libros, los zoquetes caídos. Se ve que se los habían dado para que se estuviera quieta. Se hacia la agrandada, yo le conocía las mañas .Usaba palabras difíciles y me daba un poco de risa con ternura. Ahí estaba todo lo que sería. Tenia las cejas gruesas, un pantalón streech, y se puso a contarme los cuentos del libro Corazón, lo que le paso a Robinson Crusoe, lo aburridas que eran las clases de guitarra, lo perras que eran las nenas de la escuela. Después, como la anterior, siguió con una película del continuado. Era Descalzos en el Parque. Parloteaba como si fuera un libro. Me estaban llevando en una silla de ruedas, a un estudio en la planta baja. Menos mal que iba con ella, me pude distraer, olvidarme de todo, y dejar que los médicos hicieran lo suyo,cruento o doloroso. Me pidió que le enseñara a silbar, a subirse a un árbol, me llenaba de cosas para que no pensara.

 

Una noche me desperté y me sentía tan bien que me acordé de la mejoría de la muerte ¿Uds. escucharon que las personas que están por morirse de repente se mejoran?. Le dije a la enfermera que llamara a mi marido, que me trajeran otro camisón, que me quería bañar, que quería escribir unas cosas. Yo no estaba excitada, simplemente tenia muchas cosas que hacer si me iba a morir. Muchas tambien si iba a vivir. La enfermera salio rápido y  volvió con una jeringa, Me desesperé por que me di cuenta que me iban a poner algo para dormirme en el suero. Y en el sueño, mientras caía, vinieron tres: la de trece, la de dieciséis y una que había empezado a ir a la facultad.

 

Ellas me llevaron al río. en volandas.  Me sacaron del hospital por la ventana, sin alfombra mágica a puro pulso, agarrandome como ángeles.  Sabían que a mi me gustaban las aguas , y que me gustaba la luna,  y me acunaban en el rio como si cada una hubiera agarrado un pedazo de sabana y pudieran hacerme volar en aguas tibias. Vos no te podes imaginar lo que era la luna, Era tan enorme, tan plateada, se me hace un nudo en el alma al querer contártelo.

 

Me decían cosas en un idioma de mujeres que no se reproducir. Era una danza circular, pero de suaves olas de mar en el rió, Yo necesitaba agradecer, preguntarles cosas, pero el abotagamiento y el bienestar de saber que no me iba a morir sola, que me cuidaban, me llenaba de lágrimas el cogote y no podía hablar.  Sábanas de holanda y  no las áridas sábanas de hospital. Me daban a oler flores frescas, y albahaca, y tierra mojada. Y cayendo cayendo cayendo, con musica de Almendra.

 

Hubo mas, una embarazada, otra cuarentona, hubo muchas mas. Me traían mis fetiches, cada uno de ellos. Cada una con lo suyo: títeres de dedo, moneditas de I ching, poemas de tres por cuatro. me canturreaban tanguitos, me daban ánimos. Les dije que le tenía miedo a los circos de pobre, a los coches con cola de pez, a los hombres de bigote finito. A hacer el ridículo. A que no me quisieran lo suficiente.  Ellas cantaban. y me hacían cantar para adentro.

 

La ultima la encontré en el espejo, De este lado del azogue, ya estaba mejorcita, con el esparadrapo en la cabeza, pelada y vendada, tan flaca al fin .Del otro lado estaba la otra, la única que no sonreía. Esa me pedía cuentas. Como la chiquita del primer día olía a vomito. Pero a vomito de grande, de vino rancio. De comida pasada. Tenia una herida de bala con sangre seca en rededor. Me preguntaba por que. Yo no quería darle explicaciones. Me la encontraba en el espejo del baño cuando empecé a caminar, cuando no necesite la chata ni la comida endovenosa.

 

Le pregunte al enfermero de la mañana, que era muy atento, donde estaba. El creía que le preguntaba donde estaba yo, y me decía «mamita estas en el hospital, quedate tranquila, reina, se te ve bien, te vas a curar, yo soy adivino, jamas me equivoco». Y no, yo le preguntaba donde estaban ellas. Me respondió trayéndome un te que me quería dar a tomar en cucharita. Vomite, claro.

Y ahora acá me ves, si no lo hago por mi, lo tendré que hacer por ellas.  Yo las mire a la cara una tarde y me pidieron que hiciera el intento. En eso estamos. Parecían buenas minas.

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el anti hallowen


Adoro las historias de la Salamanca, no se por que, por ahi por que me hacen acordar vagamente a radioteatros, a la pelicula de Favio, del Nazareno…

Tengo muy poco telúrico, pero he escrito alguna vez algo sobre la Salamanca. Por si lo quieren leer, https://elnosoyloquedeberia.wordpress.com/2010/07/05/

 

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lanus: un arrabal


insisto en escribir versos, o en este caso reescribirlos

 

Arrabal.

Cada noche por la avenida
el colectivo se va alejando
de la estaciòn, rumbo a los fondos
y en esas breves cuadras
el arrabal se me carga encima 
con crudeza de  tango.

En el avance, como en un sueño
quedan a mis espaldas
en cada negocio cerrado
la memoria de los dependientes muertos
algunos nombres, algunas caras
el rubro,panaderias de olores
allá el conservatorio, la relojerìa

Son unas quince cuadras donde con lascivia
me va engullendo el roto asfalto conurba
a una escena en otra escena

Y para no marearme de Tiempo
me agarro con fuerza de las casas que conozco
cada una con su kilombo de familia y su historieta

El colectivo escupe mi cuerpo roto
a la quietud de mi calle
carozo vacio en la noche
y una luna que nunca viste
una irregular tajada de fruta blanca colgada no se como en el cielo
compadreando luz

luna de arrabales 
que alumbra mas que los faroles y dice cosas
que me guardarè muy bien de repetir.

Por fin camino las dos cuadras
pensando en ese barrio mio
de ropa colgada en terrazas
de mujeres que no trabajaron afuera nunca
Intuyo a los vecinos 
apaciguados frente a hipnotica  television
diez de la noche adentro de persianas y rejas
comiendo  milanesas fritas
y hablando del colesterol que no baja
y se me hace presente
como si fuera un olor
el tramado de un olvidado hule con frutera

Mi suburbio es tan antiguo como un tango viejo
y camalonea, 
insiste en que yo piense que algo ha cambiado

Pero las  veredas saben mi nombre y mi estirpe
y cobijan mis pasos a la vuelta del día
ya de noche
y tan cansada

Imposible abandonar en este laberinto
del cual soy la bestia hambrienta
que no tiene ni tendrá paz

consumo

magico diciembre, la luna de melies dada vuelta, y un ciervo que podria ser venido de un cuento de italo calvino


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LA LUNA
A María Kodama

Hay tanta soledad en ese oro.
La luna de las noches no es la luna
que vio el primer Adán. Los largos siglos
de la vigilia humana la han colmado
de antiguo llanto. Mírala. Es tu espejo.

Sin categoría

viene del post anterior. Pero este texto es grosso.


Mi hermano lee mi blog y me mando un extraordinario relato que se emparenta con mi cronica del post anterior, que delata cierta fascinación de esta escriba  con piedra de la luna ¡¡¡si estare seducida por la luna que es el unico objeto que tiene un tag (una etiqueta) en este sencillo blog!!!.
Dos post sobre la luna en un mismo dia es un exceso, pero a quien le importa. No pretendo el pulitzer de los blogs, no pretendo ser Hernan Casciari cuyo blog era tan bueno que las editoriales se lo disputaron, pretendo simplemente compartir un vaso de agua, un poco de leche de la luna, con aquel que tenga sed.
Digamos que estamos hablando de Italo Calvino. y de las Cosmicomicas, tan bello que hace bien.

 La distancia de la luna
 Hubo un tiempo, según Sir George H Darwin, en que la Luna estaba muy cerca de la Tierra. Las mareas fueron poco a poco empujándola lejos, esas mareas que ella, la Luna, provoca en las aguas terrestres y en las cuales la Tierra pierde lentamente energía.
 ¡Claro que lo sé ‑exclamó el viejo Qfwfq‑, ustedes no pueden acordarse, pero yo sí. La teníamos siempre encima, a la Luna, desmesurada; en plenilunio ‑noches claras como de día, pero con una luz color manteca‑ parecía que iba a aplastarnos; en novilunio rodaba por el cielo como un paraguas negro llevado por el viento, y en cuarto creciente se acercaba con los cuernos tan bajos que parecía a punto de ensartar la cresta de un promontorio y quedarse allí anclada. Pero todo el mecanismo de las fases marchaba de una manera diferente de la de hoy, porque las distancias del Sol eran distintas, y las órbitas, y la inclinación de no recuerdo qué; además, eclipses, con Tierra y Luna tan pegadas, los había a cada rato, imagínense si esas dos bestias no iban a encontrar manera de hacerse continuamente sombra una a la otra.
 ¿La órbita? Elíptica, naturalmente, elíptica; por momentos se nos echaba encima, por momentos remontaba vuelo. Las mareas, cuando la Luna estaba más baja, subían que no había quien las sujetara. Eran noches de plenilunio bajo bajo y de marea alta alta y si la Luna no se mojaba en el mar era por un pelo, digamos, por pocos metros. ¿Si nunca habíamos tratado de subirnos? ¡Cómo no! Bastaba llegar justo debajo con la barca, apoyar una escalera y arriba.
 El punto donde la Luna pasaba más bajo estaba en mar abierto, en los Escollos de Zinc. Ibamos en esas barquitas de remos que se usaban entonces, redondas y chatas, de corcho. Éramos varios: yo, el capitán Vhd Vhd, su mujer, mi primo el sordo y a veces la pequeña Xlthlx, que entonces tendría doce años. El agua estaba aquellas noches tranquilísima, plateada que parecía mercurio, y los peces, adentro, violetas, que no podían resistir a la atracción de la Luna y salían todos a la superficie, y también pulpos y medusas de color azafrán. Había siempre un vuelo de animalitos menudos ‑pequeños cangrejos, calamares y también algas livianas y diáfanas y plantitas de coral‑ que se despegaban del mar y termnaban en la Luna, colgando de aquel techo calcáreo, o se quedaban allí en mitad del aire, en un enjambre fosforescente que ahuyentábamos agitando hojas de banano.
 Nuestro trabajo era así: en la barca llevábamos una escalera; uno la sostenía, otro subía y otro le daba a los remos hasta llegar debajo de la Luna; por eso teníamos que ser tantos (sólo he nombrado a los principales). El que estaba en la cima de la escalera, cuando la barca se acercaba a la Luna gritaba espantado: «¡Alto! ¡Alto! ¡Me voy a pegar un cabezazo!» Era la impresión que daba viéndola encima tan inmensa, tan erizada de espinas filosas y bordes mellados y dentados. Ahora quizá sea distinto, pero entonces la Luna, o mejor dicho el fondo, el vientre de la Luna, en fin, la parte que pasaba más arrimada a la Tierra hasta casi rozarla, estaba cubierta de una costra de escamas puntiagudas. Al vientre de un pez se parecía y también el olor, por lo que recuerdo, era si no exactamente de pescado, apenas más leve, como de salmón ahumado.
 En realidad, desde lo alto de la escalera se llegaba justo a tocarla extendiendo los brazos, de pie, en equilibrio sobre el último peldaño. Habíamos tomado bien las medidas (todavía no sospechábamos que se estaba alejando); en lo único que había que fijarse bien era en la forma de poner las manos. Yo elegía una escama que pareciera sólida (nos tocaba subir a todos, por turno, en tandas de cinco o seis), me agarraba con una mano, después con la otra e inmediatamente sentía que escalera y barca se me escapaban y el movimiento de la Luna me arrancaba a la atracción terrestre. Sí, la Luna tenía una fuerza que te arrastraba, lo sentías en aquel momento de paso entre una y otra; había que incorporarse de repente, con una especie de cabriola, aferrarse a las escamas, alzar las piernas para encontrarse de pie en el fondo lunar. Visto desde la Tierra parecías colgado cabeza abajo, pero para ti era la misma posición de siempre, y lo único extraño era, al alzar los ojos, verte encima la capa del mar luciente con la barca y los amigos patas arriba, balanceándose como un racimo de sarmiento.
 En aquellos saltos el que desplegaba un gran talento era mi primo el sordo. Sus toscas manos, apenas tocaban la superficie lunar (era siempre el primero que saltaba la escalera), se volvían de pronto suaves y seguras. Encontraban en seguida el punto a que debían agarrarse para izarse, y parecía que le bastaba la presión de las palmas para adherirse a la corteza del satélite. Una vez tuve realmente la impresión de que la Luna se le acercaba cuando él le tendía las manos.
 Igualmente hábil era en el descenso a Tierra, operación más difícil todavía. Para nosotros consistía en un salto en alto, lo más alto posible, con los brazos levantados (visto desde la Luna, porque visto desde la Tierra en cambio se parecía más a una zambullida, o a nadar en profundidad, con los brazos colgando), en fin, igual al salto desde la Tierra, sólo que ahora faltaba la escalera porque en la Luna no había nada donde apoyarla. Pero mi primo, en vez de echarse con los brazos adelante, se inclinaba sobre la superficie lunar con la cabeza hacia abajo como para una cabriola, y se ponía a dar saltos haciendo fuerza con las manos. Desde la barca lo veíamos de pie en el aire como si sostuviera la enorme pelota de la Luna y la hiciera rebotar golpeándola con las manos, hasta que sus piernas quedaban a nuestro alcance y conseguíamos atraparlo por los tobillos y bajarlo a bordo.
 Ahora me preguntarán ustedes qué diablos íbamos a hacer en la Luna, y les explico. Ibamos a recoger leche, con una gran cuchara y un balde. La leche lunar era muy densa, como una especie de requesón. Se formaba en los intersticios entre escama y escama por la fermentación de diversos cuerpos y sustancias de origen terrestre, procedentes de los prados y montes y lagunas que el satélite sobrevolaba. Se componía esencialmente de: jugos vegetales, renacuajos, asfalto, lentejas, miel de abejas, cristales de almidón, huevos de esturión, mohos, pollitos, sustancias gelatinosas, gusanos, resinas, pimienta, sales minerales, material de combustión. Bastaba meter la cuchara debajo de las escamas que cubrían el suelo costroso de la Luna para retirarla llena de aquel precioso lodo. No en estado puro, claro; las escorias eran muchas: en la fermentación (la Luna atravesaba extensiones de aire tórrido sobre los desiertos) no todos los cuerpos se fundían; algunos permanecían hincados allí: uñas y cartílagos, clavos, hipocampos, carozos y pedúnculos, pedazos de loza, anzuelos de pescar, a veces hasta un peine. De modo que ese puré, después de recogido, había que descremarlo, pasarlo por un colador. Pero la dificultad no era ésa, sino cómo enviarlo a la Tierra. Se hacía así: cada cucharada se disparaba hacia arriba manejando la cuchara como una catapulta, con las dos manos. El requesón volaba y si el tiro era bastante fuerte iba a estrellarse en el techo, es decir, en la superficie marina. Una vez allí quedaba flotando y recogerlo desde la barca era fácil. También en estos lanzamientos mi primo el sordo desplegaba una particular habilidad; tenía pulso y puntería; con un golpe decidido conseguía centrar su tiro en un balde que le tendíamos desde la barca. En cambio yo a veces erraba el tiro; la cucharada no conseguía vencer la atracción lunar y me caía en un ojo.
 Todavía no les he dicho todo sobre las operaciones en que mi primo se destacaba. Aquel trabajo de exprimir leche lunar de las escamas era para él una especie de juego; en lugar de la cuchara a veces le bastaba meter debajo de las escamas la mano desnuda o sólo un dedo. No procedía con orden sino en puntos aislados, yendo de uno a otro a saltos, como si quisiera hacer bromas a la Luna, darle sorpresas o directamente hacerle cosquillas. Y donde él metía la mano saltaba el chorro de leche como de las ubres de una cabra. Tanto que nos bastaba irle detrás y recoger con las cucharas la sustancia que aquí y allá hacía rezumar, pero siempre como por casualidad, porque los itinerarios del sordo no parecían responder a ningún propósito práctico definido. Había puntos, por ejemplo, que tocaba solamente por el gusto de tocarlos: intersticios entre escama y escama, pliegues desnudos y tiernos de la pulpa lunar. A veces mi primo apretaba, no con los dedos de la mano, sino ‑en un impulso bien calculado de sus saltos‑ con el dedo gordo del pie (subía a la Luna descalzo) y parecía que aquello fuera para él el colmo de la diversión, a juzgar por el gañido que emitía su úvula, y los nuevos saltos que seguían.
 El suelo de la Luna no era uniformemente escamoso, sino que mostraba zonas desnudas irregulares de una resbalosa arcilla pálida. Al sordo esos espacios suaves le daban antojos de cabriolas o de vuelos casi de pájaro, como si quisiera incrustarse en la pasta lunar con toda su persona. Como se iba alejando, en cierto momento lo perdíamos de vista. En la Luna se extendían regiones que nunca habíamos tenido motivo o curiosidad de explorar, y allí desaparecía mi primo; y a mí se me había ocurrido que todas aquellas cabriolas y pellizcos en que se desahogaba delante de nuestros ojos sólo eran una preparación, un preludio a algo secreto que debía desarrollarse en las zonas ocultas.
 Un humor especial era el nuestro, en aquellas noches de los Escollos de Zinc, alegre pero un poco expectante, como si dentro del cráneo sintiéramos, en lugar del cerebro, un pez que flotara atraído por la Luna. Y así navegábamos haciendo música y cantando. La mujer del capitán tocaba el arpa; tenía brazos larguísimos, plateados aquellas noches como anguilas, y axilas oscuras y misteriosas como erizos marinos; y el sonido del arpa era tan dulce y agudo, tan dulce y agudo, que casi no se podía sopobar, y teníamos que lanzar grandes gritos, no tanto para acompañar la música como para protegernos el oído.
 Medusas transparentes afloraban a la superficie marina, vibraban un poco, echaban a volar hacia la Luna ondulando. La pequeña Xlthlx se divertía atrapándolas en el aire, pero no era fácil. Una vez, al tender los bracitos para agarrar una, dio un pequeño salto y se encontró también suspendida. Como era flaquita le faltaban algunas onzas para que la gravedad la devolviera a la Tierra venciendo la atracción lunar, así que volaba entre las medusas colgando sobre el mar. De pronto se asustó, se echó a llorar, después se rió y se puso a jugar atrapando al vuelo crustáceos y pececitos, llevándose algunos a la boca y mordisqueándolos. Nosotros navegábamos siguiéndola; la Luna corría por su elipse arrastrando aquel enjambre de fauna marina por el cielo, y una cola de algas ensortijadas, y la niña suspendida en el medio. Tenía dos trencitas delgadas, Xlthlx, que parecían volar por su cuenta, tendidas hacia la Luna; pero entre tanto pataleaba, daba puntapiés al aire como si quisiera combatir aquel influjo, y los calcetines ‑había perdido las sandalias en el vuelo‑ se le escurrían de los pies y colgaban atraídos por la fuerza terrestre. Nosotros subidos a la escalera tratábamos de agarrarlos.
 Aquello de ponerse a comer los animalitos suspendidos había sido una buena idea; cuanto más aumentaba el peso de Xlthlx, más bajaba hacia la Tierra; además, como entre aquellos cuerpos suspendidos el suyo era el de mayor masa, moluscos y algas y plancton empezaron a gravitar sobre ella y en seguida la niña quedó cubierta de minúsculas cáscaras silíceas, caparazones quitinosos, carapachos y filamentos de hierbas marinas. Y cuanto más se perdía en esa maraña, más iba librándose del influjo lunar, hasta que rozó la superficie del agua y se zambulló.
 Remamos rápido para recogerla y socorrerla; su cuerpo estaba imantado y tuvimos que esmerarnos para quitarle todo lo que se le había incrustado. Corales tiernos le envolvían la cabeza, y del pelo, cada vez que pasaba el peine, llovían anchoas y camarones; los ojos estaban tapados por caparazones de lapas que se pegaban a los párpados con sus ventosas; tentáculos de sepias se enroscaban alrededor de los brazos y el cuello; la chaquetita parecía entretejida sólo de algas y de esponjas. Le quitamos lo más gordo; y durante semanas ella siguió despegándose mejillones y conchillas, pero la piel marcada por menudísimas diatomeas, eso le quedó para siempre, bajo la apariencia ‑para quien no lo observaba bien‑ de un sutil polvillo de lunares.
 Así de disputado era el intersticio entre Tierra y Luna por los dos influjos que se equilibraban. Diré más: un cuerpo que bajaba a Tierra desde el satélite permanecía por algún tiempo cargado de fuerza lunar y se negaba a la atracción de nuestro mundo. Incluso yo, a pesar de ser alto y gordo, cada vez que había estado allá tardaba en acostumbrarme de nuevo al arriba y al abajo terrestres, y los amigos tenían que atraparme por los brazos y retenerme a la fuerza, colgados en racimo de la barca oscilante mientras yo, cabeza abajo, seguía estirando las piernas hacia el cielo.
 ‑¡Agárrate! ¡Agárrate fuerte a nosotros!’‑me gritaban, y yo en aquel braceo a veces terrninaba por aferrar un pecho de la señora Vhd Vhd, que los tenía redondos y macizos, y el contacto era bueno y seguro; ejercía una atracción igual o más fuerte que la de la Luna, sobre todo si en mi bajada de cabeza conseguía con el otro brazo ceñirle las caderas; y así pasaba de nuevo a este mundo y caía de golpe en el fondo de la barca, y el capitán Vhd Vhd para reanimarme me arrojaba encima un cubo de agua.
 Así empezó la historia de mi enamoramiento de la mujer del capitán, y de mis sufrimientos. Porque no tardé en notar a quién se dirigían las miradas más tercas de la señora: cuando las manos de mi primo se posaban seguras en el satélite, yo le clavaba la vista y en su mirada leía los pensamientos que aquella confianza entre el sordo y la Luna le iba suscitando, y cuando él desaparecía en sus misteriosas exploraciones lunares veía que se inquietaba, estaba como sobre ascuas y entonces todo me resultaba claro: cómo la señora Vhd Vhd se iba poniendo celosa de la Luna y yo celoso de mi primo. Tenía ojos de diamante la señora Vhd Vhd, llameaban cuando miraba la Luna, casi en desafío, como si dijera: «¡No lo conseguirás!» Y yo me sentía excluido.
 De todo esto el que menos se daba por enterado era el sordo. Cuando le ayudábamos a bajar tirándole ‑como ya les he explicado‑ de las piernas, la señora Vhd Vhd perdía todo recato prodigándose, echándole encima el peso de su persona, envolviéndolo en sus largos brazos plateados; yo sentía una punzada en el corazón (las veces que yo me agarraba a ella, su cuerpo era dócil y amable, pero no se echaba hacia adelante como con mi primo), mien tras él parecía indiferente, perdido todavía en su arrobamiento lunar.
 Yo miraba al capitán, preguntándome si también él notaba el comportamiento de su mujer; pero ninguna expresión pasaba jamás por aquella cara roja de salitre, surcada de arrugas embreadas. Como el sordo era siempre el último en despegarse de la Luna, su descenso era la señal de partida para las barcas. Entonces, con un gesto insólitamente amable, Vhd Vhd recogía el arpa del fondo de la barca y la tendía a su mujer. Ella estaba obligada a tomarla y a sacar algunas notas. Nada podía separarla más del sordo que el sonido del arpa. Yo empezaba a entonar aquella canción melancólica que dice: «Flotan flotan los peces lucientes y los oscuros se van al fondo…» y todos, menos mi primo, me hacían coro.
 Todos los meses, apenas había pasado el satélite, el sordo volvía a su aislado desapego de las cosas del mundo; sólo la cercanía del plenilunio lo despertaba. Aquella vez yo me las había ingeniado para no formar parte de los que subían y quedarme en la barca, junto a la mujer del capitán. Y apenas mi primo había trepado a la escalera, la señora Vhd Vhd dijo:
 ‑¡Hoy quiero ir yo también allá arriba!
 Nunca había ocurrido que la mujer del capitán subiera a la Luna. Pero Vhd Vhd no se opuso, al contrario, casi la levantó en vilo poniéndola en la escalera, exclamando: ‑¡Pues anda!‑ y todos empezamos a ayudarla y yo la sostenía de atrás, y la sentía en mis brazos redonda y suave, y para empujarla apretaba contra ella las palmas y la cara, y cuando la sentí subirse a la esfera lunar me dio tanta congoja aquel contacto perdido, que traté de irme tras ella deciendo:
 ‑¡Yo también voy un rato arriba a dar una mano!
 Algo como una morsa me detuvo.
 ‑Tú te quedas aquí, que también hay que hacer ‑me ordenó, sin levantar la voz, el capitán Vhd Vhd.
 Las intenciones de cada uno ya eran claras en aquel momento. Y sin embargo yo no entendía, y todavía hoy no estoy seguro de haber interpretado todo exactamente. Claro que la mujer del capitán había alimentado largamente el deseo de apartarse allá arriba con mi primo (o por lo menos, de no dejar que él se apartase solo con la Luna), pero probablemente su plan tenía un objetivo más ambicioso, que debía de haber sido urdido en inteligencia con el sordo: esconderse juntos allá arriba y quedarse en la Luna un mes. Pero puede ser que mi primo, como era sordo, no hubiese entendido nada de lo que ella había tratado de explicarle, o que directamente no se hubiera dado cuenta siquiera de ser objeto de los deseos de la señora. ¿Y el capitán? No esperaba más que liberarse de su mujer, tanto que apenas ella quedó confinada allá arriba, vimos que se abandonaba a sus inclinaciones y se hundía en el vicio, y entonces comprendimos por qué no había hecho nada por retenerla. ¿Pero sabía él desde el principio que la órbita de la Luna se iba agrandando?
 Ninguno de nosoeros podía sospecharlo. El sordo, quizá únicamente el sordo: de la manera larval en que sabía las cosas, había presentido que aquella noche le tocaba despedirse de la Luna. Por eso se escondió en sus lugares secretos y sólo reapareció para volver a bordo. Y fue inútil que la mujer del capitán lo siguiera: vimos que atravesaba la extensión escamosa varias veces, a lo largo y a lo ancho, y de golpe se detuvo mirando a los que habíamos permanecido en la barca, casi a punto de preguntarnos si lo habíamos visto.
 Claro que había algo insólito aquella noche. La superficie del mar, aunque tensa como siempre que había plenilunio y hasta casi arqueada hacia el cielo, ahora parecía relajarse, floja, como si el imán lunar no ejerciera toda su fuerza. Y sin embargo no se hubiera dicho que la luz era la misma de los otros plenilunios, como por un espesarse de la tiniebla nocturna. Hasta los compañeros, arriba, debieron de darse cuenta de lo que estaba sucediendo, pues alzaron hacia nosotros ojos despavoridos. Y de sus bocas y las nuestras, en el mismo momento, salió un grito:
 ‑¡La Luna se aleja!
 Todavía no se había apagado este grito cuando en la Luna apareció mi primo corriendo. No parecía asustado, ni siquiera sorprendido; posó las manos en el suelo para la cabriola de siempre, pero esta vez después de lanzarse al aire se quedó allí, suspendido, como ya le había sucedido a la pequeña Xlthlx, dio volteretas por un momento entre Luna y Tierra, se puso cabeza abajo y con un esfuerzo de los brazos como el que nadando debe vencer una corriente, se dirigió, con insólita lentitud, hacia nuestro planeta.
 Desde la Luna los otros marineros se apresuraron a seguir su ejemplo. Ninguno pensaba en hacer llegar a la barca la leche recogida, ni el capitán los amonestaba por eso. Ya habían esperado demasiado, la distancia era ahora difícil de atravesar; por más que trataban de imitar el vuelo o la natación de mi primo, se quedaron gesticulando, suspendidos en medio del cielo. ‑¡Aprieten filas, imbéciles, aprieten filas! ‑gritó el capitán. A su orden, los marineros trataron de reagruparse, de juntarse, de pujar todos juntos para llegar a la zona de atracción terrestre, hasta que de pronto una cascada de cuerpos se zambulló en el mar.
 Ahora las barcas remaban para recogerlos. ‑¡Esperen! ¡Falta la señora! ‑grité. La mujer del capitán también había intentado el salto pero había quedado suspendida a pocos metros de la Luna y movía muellemente los brazos plateados en el aire. Me trepé a la escalerilla y en el vano intento de ofrecerle un asidero le tendía el arpa. ‑¡No llego! ¡Hay que ir a buscarla! ‑y traté de lanzarme blandiendo el arpa. Sobre mí, el enorme disco lunar no parecía ya el mismo de antes, tanto se había achicado, y ahora se iba contrayendo cada vez más como si fuese mi morada la que lo alejaba, y el cielo desocupado se abría como un abismo en cuyo fondo las eserellas se iban multiplicando y la noche se volcaba sobre mí como un río de vacío, me inundaba de zozobra y de vértigo.
 «¡Tengo miedo! ‑pensé‑. ¡Tengo demasiado miedo para tirarme! ¡Soy un cobarde!» y en aquel momento me tiré. Nadaba por el cielo furiosamente, tendía el arpa hacia ella, y ella en vez de venir a mi encuentro se volvía sobre sí misma mostrándome ya la cara, ya el trasero.
 ‑¡Unámonos! ‑grité, y ya la alcanzaba y la aferraba por la cintura y enlazaba mis miembros con los suyos‑. ¡Unámonos y caigamos juntos! ‑y concentraba mis fuerzas en unirme más estrechamente a ella, y mis sensaciones en gustar la plenitud de aquel abrazo. Tanto que tardé en darme cuenta de que estaba arrancándola de su estado de suspensión, pero para hacerla caer en la Luna. ¿No me di cuenta? ¿O ésta había sido desde el principio mi intención? Todavía no había conseguido formular un pensamiento y ya un grito irrumpía de mi garganta: ‑¡Yo soy el que se quedará contigo un mes! ‑y‑ ¡Sobre ti! ‑gritaba en mi excitación‑: ¡Yo sobre ti un mes! ‑y en aquel momento la caída en el cielo lunar había disuelto nuestro abrazo, nos había hecho rodar a mí aquí y a ella allá entre las frías escamas.
 Alcé los ojos como cada vez que tocaba la corteza de la Luna, seguro de encontrar encima de mí el nativo mar como un techo desmesurado, y lo vi, sí, lo vi esta vez, ¡pero cuánto más alto, y cuán exiguamente limitado por sus contornos de costas y escollos y promontorios, y qué pequeñas parecían las barcas e irreconocibles las caras de los compañeros y débiles sus gritos! Me llegó un sonido poco distante: la señora Vhd Vhd había encontrado su arpa y la acariciaba insinuando un acorde apesadumbrado como un llanto.
 Comenzó un largo mes. La Luna giraba lenta en torno a la Tierra. En el globo suspendido veíamos no ya nuestra orilla familiar sino el transcurrir de océanos profundos como abismos, y desiertos de lapilli incandescentes, y continentes de hielo, y selvas culebreantes de reptiles, y las paredes de roca de las cadenas montañosas cortadas por el filo de los ríos impetuosos, y ciudades palustres, y necrópolis de tosca, y reinos de arcilla y fango. La lejanía untaba todas las cosas del mismo color; manadas de elefantes y mangas de langosta recorrían las llanuras tan igualmente vastas y densas y tupidas que no se diferenciaban.
 Debía haber sido feliz: como en mis sueños estaba solo con ella, la intimidad con la Luna tantas veces envidiada a mi primo y la de la señora Vhd Vhd eran ahora mi exclusivo privilegio, un mes de días y noches lunares se extendía ininterrumpido delante de nosotros, la corteza del satélite nos nutría con su leche de sabor ácido y familiar, nuestra mirada se alzaba hacia el mundo donde habíamos nacido, finalmente recorrido en toda su multiforme extensión, explorado en paisajes jamás vistos por ningún terráqueo, o contemplaba las estrellas más allá de la Luna, grandes como frutas de luz maduras en los curvos ramos del cielo, y todo superaba las esperanzas más luminosas, y en cambio, en cambio era el exilio.
 No pensaba más que en la Tierra. La Tierra era la que hacía que cada uno fuera ése y no otro; aquí arriba, arrancado de la Tierra, era como si yo no fuese yo, ni ella para mí ella. Estaba ansioso por volver a la Tierra, y temblaba de miedo de haberla perdido. El cumplimiento de mi sueño de amor había durado sólo el instante en que nos habíamos unido rodando entre Tierra y Luna; privado de su suelo terrestre, mi enamoramiento sólo conocía ahora la nostalgia desgarradora de aquello que nos faltaba: un dónde, un alrededor, un antes, un después. Esto era lo que yo sentía. ¿Y ella? Al preguntárselo estaba dividido en mis temores. Porque si tamién ella sólo pensaba en la Tierra, podía ser una buena señal, señal de que había llegado finalmente a un entendimiento conmigo, pero podía ser también señal de que todo había sido inútil, de que únicamente al sordo seguían apuntando sus deseos. En cambio, nada. No alzaba jamás la mirada al viejo planeta, andaba pálida por aquellas landas murmurando cantinelas y acariciando el arpa, como ensimismada en su provisional (así creía yo) condición lunar. ¿Era señal de que había vencido a mi rival? No; había perdido; una derrota desesperada. Porque ella había comprendido que el amor de mi primo era sólo para la Luna, y lo único que quería ahora era convertirse en Luna, asimilarse al objeto de aquel amor extrahumano.
 Cumplido que hubo la Luna su vuelta del planeta, nos encontramos de nuevo sobre los Escollos de Zinc. Con estupor los reconocí: ni siquiera en mis más negras previsiones me había esperado verlos tan empequeñecidos por la distancia. En aquel mar como un charco los compañeros habían vuelto a navegar sin la escalera ahora inútil, pero desde las barcas se alzó como una selva de largas lanzas; cada uno blandía la suya, provista en la punta de un arpón o garfio, quizá con la esperanza de raspar todavía un poco del último requesón lunar y quizá de tendernos a nosotros, pobres desgraciados de aquí arriba, alguna ayuda.
 Pero en seguida se vio claramente que no había pértiga bastante larga para alcanzar la Luna, y cayeron, ridículamente cortas, humilladas, para flotar en el mar; y alguna barca en aquel desbarajuste perdió el equilibrio y se volcó. Pero justo entonces desde otra embarcación empezó a levantarse una más larga, arrastrada hasta allí al ras del agua; debía de ser de bambú, de muchas y muchas cañas de bambú encajadas una en otra, y para levantarla había que andar despacio a fin de que ‑fina como era‑ las oscilaciones no la despedazaran, y manejarla con gran fuerza y destreza para que el peso totalmente vertical no hiciera perder el equilibrio a la barquita.
 Y sí: era evidente que la punta de aquella asta tocaría la Luna, y la vimos rozar y hacer presión en su suelo escamoso, apoyarse allí un momento, dar casi un pequeño empujón, incluso un fuerte empujón que la hacía alejarse de nuevo, y después volver a golpear en aquel punto como de rebote, y de nuevo alejarse. Y entonces lo reconocí, los de ‑yo y la señora‑ reconocimos a mi primo, no podía ser sino él, él que jugaba su último juego con la Luna, una artimaña de las suyas, con la Luna en la punta de la caña como si la sostuviera en equilibio. Y comprendimos que su destreza no apuntaba a nada, no pretendía alcanzar ningún resultado práctico, incluso se hubiera dicho que iba empujando a la Luna, que favorecía su alejamiento, que la quería acompañar en su órbita más distante. Y también esto era de él, de él que no sabía concebir deseos contrarios a la naturaleza de la Luna y a su curso y su destino, y si la Luna ahora tendía a alejarse, pues él gozaba de este alejamiento como había gozado hasta entonces de su cercanía.
 ¿Qué debía hacer, frente a esto, la señora Vhd Vhd? Sólo en aquel instante mostró hasta qué punto su enamoramiento del sordo no había sido un capricho frívolo sino un voto sin recompensa. Si lo que mi primo amaba ahora era la Luna lejana, ella permanecería lejana, en la Luna. Lo intuí viendo que no daba un paso hacia el bambú, sino que sólo dirigía el arpa hacia la Tierra alta en el cielo, pellizcando las cuerdas. Digo que la vi, pero en realidad sólo de reojo apresé su imagen, porque apenas el asta tocó la corteza lunar, yo salté para aferrarme a ella, y ya, rápido como una serpiente, trepaba por los nudos del bambú, subía a fuerza de rodillas, liviano en el espacio enrarecido, impulsado como por una fuerza de la naturaleza que me ordenaba volver a la Tierra, olvidando el motivo que me había llevado arriba, o quizá más consciente que nunca de él y de su final desafortunado, y en el escalamiento de la pértiga ondulante había llegado ya al punto en que no necesitaba hacer esfuerzo alguno sino sólo dejarme deslizar cabeza abajo atraído por la Tierra, hasta que en esa carrera la caña se rompió en mil pedazos y yo caí al mar entre las barcas.
 Era el dulce retorno, la patria recobrada, pero mi pensamiento sólo era de dolor por haberla perdido, y mis ojos apuntaban a la Luna por siempre inalcanzable, buscándola. Y la vi. Estaba allí donde la había dejado, tendida en una playa justo sobre nuestras cabezas, y no decía nada. Era del color de la Luna; apoyaba el arpa en su costado, y movía una mano en arpegios lentos y espaciados. Se distinguía bien la forma del pecho, de los brazos, de las caderas, así como la recuerdo todavía, como aún ahora que la Luna se ha convertido en ese circulito chato y lejano, sigo buscándola siempre con la mirada, apenas asoma el primer gajo en el cielo, y cuanto más crece más me imagino que la veo, ella o algo de ella pero sólo ella, en cien, en mil posturas diversas, ella por la que es Luna la Luna y que en cada plenilunio hace aullar a los perros toda la noche y a mí con ellos.
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en el google hay un dibujo por los cincuenta años de la llegada del hombre a la luna


si la luna fuera de queso
dale que era un queso oloroso
que llenare de fragancias a queso
las bombachas de las amantes furtivas
Si acaso por sus baches o por los rios que me contó Bradbury, saltaran
hombrecitos verdes, dale que sus  siluetas que hacian sombra y que corrian
llevando banderas que flamean.¿que te cuesta, dios?
Eso nos permitiría olvidar el cuento del fraude del alunizaje yanqui
(es que siempre esa gente nos ha estafado)
Si la luna tuviera -me lo han dicho- a la virgen maria acunando al niño jesus
podríamos mirarla y en esa ojeada se perdonarian nuestras miserias. Es que la luna no es un sol y se la puede mirar y no te quedas ciega.
Por ahi te quedas un poco triste, a mi me pasa.
O maravillada, que es parecido.
si la luna fuera un sol
si no fuera una piedra
si no fuera tan bella
tan plateada
tan naranja.
Y ¿no es lindo que los perros le ladren?
¿No seria hermoso ser una perra ladrandole a la luna, acovachada con una mantita de polar,cplor rojo, como la de mi perro que extraño y afuera escarcha?
Es que cuando escarcha las cosas se cubren de diamantes y es necesario pensar en fuego, y no mearse ¿uds. saben que si un niño piensa en fuego se hace pis encima para apagarlo?
Si escarcha seria Moscú, por ej.
Pero mejor que sea luna en el Egeo
Yo se que una  luna me espera en Santorini, que tiene una silla y un vinito para mi esa luna griega esperandome en una playa.
Gagarin dice que no encontro a dios por ahi arriba, pero el muy ruso a veces me mira desde la luna y me grita ey nilda, vamonos, me lo dice en ruso
Поехали!
No le doy bola, le miento que no entiendo el ruso, y  me demoro mirandome en el espejo del agua y creo que la luna esta ahi y la piso descalza
y la destrozo
No me mientas mas, luna. Yo estoy avivada, ya se que sos una piedra. No me jodas mas.

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yo quiero ser siu kiu



Ya la Luna baja en camisón
a bañarse en un charquito con jabón.
Ya la Luna baja en tobogán
revoleando su sombrilla de azafrán.
Quien la pesque con una cañita de bambú,
se la lleva a Siu Kiu.

Ya la luna viene en palanquín
a robar un crisantemo del jardín
Ya la luna viene por allí
su kimono dice no, no y ella sí.
Quien la pesque con una cañita de bambú,
se la lleva a Siu Kiu.

Ya la luna baja muy feliz
a empolvarse con azúcar la nariz
Ya la luna en puntas de pie
en una tacita china toma té
Quien la pesque con una cañita de bambú,
se la lleva a Siu Kiu.

Ya la luna vino y le dio tos
por comer con dos palitos el arroz
Ya la luna baja desde allá
y por el charquito-quito
Quien la pesque con una cañita de bambú,
se la lleva a Siu Kiu. 

(entonces yo agarraria la luna y se la llevaria a maria elena para que no tenga miedo cuando suba al cielo)

argentina

compartiendo un cacho de basilopita en la borda del titanic


Otra Nilda que no soy yo se propone una purga en la Policia Federal   (nunca mejor dicho purga, puesto -con perdon de la fina sensibilidad de los lectores- va a saltar mierda por todos lados), y yo llegue a la escuela donde laburo sin saber que habia paro de ATE y no habia porteros.Como diosa hindu de varios brazos tuve que hacer simultaneamente de portera y de directora y tomar examenes de Metodologia de la Investigación porque los docentes de la mesa faltaron y los alumnos se habian puesto muy pesados (no es por darme dique pero creo que se mas que los propios profesores ausentes sin aviso, estudié con Alejadro Piscitelli y me luce) . Cual portera, sentada en el hall para cuidar ingreso y egreso al nunca bien ponderado edificio escolar, tomando previas y cagandome de calor y hablando del conocimiento en Platon y Aristoteles, se me da por ensoñarme con ir a Grecia.
Despierta sueño,  mientras pregunto las caracteristicas de las ciencias formales y facticas, en tomarme el vaporetto en Brindissi y  llegar a Atenas.
Dios es Marx, Groucho Marx. Cuando llego a casa veo gran kilombo en Grecia, sin transporte ni hospitales  Veo Atenas en noticieros, todos muy cabreros por las politicas de ajuste.Enfrentamientos con la policia.
Ilusa de mi, que me pensaba feliz comiendo la basilopita en Atenas,  mientras en el cielo  estrellado no se necesitaban fuegos de artificio de tantas cometas que lo surcaban con el partenon a la derecha de mi televisor mental….
¿que es la basilopita? es una torta redonda que los griegos comen para las fiestas. Creo que no hay una receta rigurosa sino mas bien  un ritual.
Es asi: supongase que yo hago la puta torta. Y decido compartirla con los 114 lectores de este blog. Entonces corto 116 pedazos. En uno hay una moneda.  El primer pedazo es para Dios, el segundo para la casa (en este caso, para la ventura de este blog). Lo mejor seria que la moneda estè en el pedazo cortado para el no soy lo que deberia, (esta, mi casa de usted) eso nos darìa como un paraguas de felicidad a todos los presentes. Y luego los 114 entre los cuales me incluyo comeriamos un cacho de basilopita y todos esperariamos encontrar la moneda, algo asi como el juguetito de las antiguas roscas de pascuas.
Si yo hubiera o hubiese ido  a Grecia hoy, estaria en el 2001. Mejor estar aca, viendo como Nilda Garre trata de purgar algo muy pero muy lleno de mierda. En cuanto a la basilopita,¿no es un hermoso ritual?

Se vienen las fiestas, por favor, no sean amargos. Confetti para todos, amigos, ponganlé un poco de onda.Dios es argentino y Nilda Garré arreglando la policia. Oremos.

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cosas a las que le tenia miedo cuando era una niña.


a) A los canibales. Recuerdo la propaganda de una pelicula italiana : Mondo Cane. su publicidad hablaba de canibales. Ollas con misioneros adentro.
b) a perderme y que no me encontraran
c) a las cosas que hablaba el noticiero de radio colonia.
d) a los asesinatos tipo Mirta Penjerek
e) a las personas con caras lombrosianas
f) a la luna cuando era plateada y alumbraba con sombras largas el pasillo, y parecia que habia muertos por todos lados
g) a las figuritas marte ataca
h) a las obras televisivas de Narciso Ibañez Menta
i) a la poliomielitis y quedarme en un pulmotor como algunas personas que vivian desde el 55 en pulmotores
j) a los viejos de la bolsa.
k) a los kaiser carabela
g) a los autos enormes que llevaban los muertos, con lineas rarisimas, que no puedo contar como eran pero eran terriblemente diferentes a los autos comunes.