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¡que bueno! Encontre un cuento maravilloso para el tag «lo masculino enigmatico»


Este tag trata de relatos de hombres en relación a sus padres. Walter Lezcano escribio este. ¿que mejor forma de levantar un blog alicaído como el «nosoyloquedeberia» con un cuento que remoce un tag que venia en bajón? El escritor es de Solano, un poco mas conurba profundo que Lanus y tiene una editorial artesanal. Tendría que mandarle mis cuentos a ver si hay chance, pero eso me parece cosa de jóvenes. Aunque no se… quizá soy joven y no me di cuenta. Pizpeen el blog (abajo esta el link) y vean la belleza de esos libros.! La ultima entrada de ese blog es de mayo 2013, se tienen menos fe que yo misma, que insisto.

La última canción – Un cuento de Walter Lezcano

«Pero qué vas a saber vos de música, ni siquiera sabés lo que te están diciendo… si por ahí te cantan “el que escucha esto se la come doblada” y ni te das cuenta.»

Fuente: http://editorialmanchadeaceite.blogspot.com/

La última canción

Por Walter Lezcano

-¡La puta que te parió!- me dijo mi mamá y fue a socorrer a mi viejo que estaba en el piso retorciéndose de un dolor seco y sordo. Creo que nunca voy a olvidar esa mirada que me largó desde el suelo: triste, decepcionada y, sobre todo, llena de bronca. Un rato antes, mi papá me estaba gritando como un desaforado. Yo también le estaba gritando a él. Rutina, nada nuevo. Ya era un deporte para nosotros, al que le poníamos el alma. Y así se nos iba la vida.
Nos estábamos trenzando en una discusión por una boludez: la música. Digo boludez ahora que pasó el tiempo. Ahora que crecí y puedo ver las cosas de otro modo, menos terminantes. En esa época, cuando era chico, era rígido como un milico. Era dueño de pensamientos comprados y tenía unos cuantos prejuicios en los bolsillos para repartir y desechar cualquier cosa que no vaya conmigo. Hablaba porque el aire era gratis en realidad. Cuando era joven sentía que le verdad tenía contrato de exclusividad conmigo. También creía que tenía mucha personalidad. Pero estaba equivocado.
La cuestión era que estaba escuchando en mi pieza a los Rolling Stones a todo lo que da. Jumping Jack flash, no sé si lo conocen. Él, que recién volvía del laburo, entró sin golpear, como hacía siempre, y me pidió, más bien me ordenó, que bajara el volumen. Yo sabía perfectamente que eso le molestaba, lo ponía loco. Sin embargo, se lo hacía porque que era algo que disfrutaba. Papá y yo teníamos varias cuentas pendientes y quería hacérselas pagar de alguna forma. ¿Quién no quiso matar a su viejo en algún momento? Tal vez nadie. Yo sí. Era un pensamiento que me acosaba con una profunda intensidad. Parricidio. O hacerlo mierda, no eran ideas abstractas. Eran imágenes mentales que quería trasladar al terreno de lo real. Pero sabía que ese trasbordo era imposible, nunca iba a poder llevarlo a cabo. Me daba fiaca, o, como dice una amigo, paja. Mucho laburo: pensar un plan, después deshacerse del cadáver, arrojarlo a un lugar seguro. Hay que tener en cuenta que el viejo pesaba 95 kilos y yo, apenas, 63: era una diferencia a tener en cuenta, había peligro de una hernia o algo así. Y estaba luego todo el bondi con la policía: explicaciones, ver a mi vieja destruida, etcétera. Era demasiado. Entonces, resignado, hacía pequeñas contribuciones al caos hogareño: le ponía pequeñas vayas para que al tipo le cueste llegar a su tranquilidad. Les cuento una: le calentaba la cerveza. Mi papá, una vez por semana, el domingo o el lunes, se compraba cinco birras para tener algo de placer espumoso a la vuelta del día laboral. Se tomaba una por noche para sentirse como un ser humano y sacarse de encima ese traje mugroso de empleado de matadero que detestaba. Él iba a las cinco, todas las tardes, a la cocina, abría la heladera y pretendía encontrar una botella de birra bien helada, pero siempre las encontraba tibias. Se enardecía, puteaba a Edesur, a Dios y a María santísima. Creía que era un problema de electricidad, de tensión, de la mala leche del destino. Se quedaba cargado de esa impotencia desgastante de no tener con quien quejarse o ir a romperle la jeta. Unas horas antes yo las había llevado al techo para que se nutran de sol, para que pierdan vida. Luego las dejaba humeantes en la heladera y esperaba. De mi pieza escuchaba sus gritos tristes y sonantes. Me reía de él, que no había hecho nada grave como para ser el blanco de mi odio injustificado. Trabajador, iletrado y sin una pisca de sensibilidad, papá nunca estuvo presente en casa. Sólo eso: faltó a todos los hechos importantes de mi corta vida y se ganó la rifa de mi desprecio insondable y agudo. Lamentablemente uno no elige a los padres, pero sí elige cómo tratarlo. Yo había elegido destruirle la sonrisa.

Es increíble lo que produce la ausencia. Uno necesita llenarla con algo sustancial. Algo que tenga un peso mucho mayor que aquello que falta. Se trata de hacerle contrapeso al dolor. Equilibrar la vida para que no te salte la térmica. Por eso, esa enorme sensación que todos persisten en llamar amor tiene esas cosas; puede dar paso a su contracara más desquiciada y obsesiva.
Me acuerdo como era todo cuando no estaba con la mochila llena de cascotes afilados, siempre listos para el patriarca de la casa. De niño, cuando llegaba del colegio al mediodía almorzaba rápido, luego me tiraba de panza en la alfombra del living y miraba durante horas la televisión para poder ver qué daban a la noche y luego contarle a papá para que pueda elegir lo que más le gustaba. Yo me había memorizado toda la programación de todos los canales de aire y me acercaba a él con una emoción ansiosa, impaciente, desbordante y lo veía tomando su cervecita, estaba tranquilo, relajado, mamá a su lado. Entonces presentía que era el momento esperado y lo tenía enfrente. Entonces me veía y decía con un visible hastío:
-No, ahora no… después. – Ese momento nunca llegaba. Después se convirtió en la palabra que designaba un futuro inalcanzable. Uno puede esperar durante años que lleguen situaciones imposibles por promesas irresponsables como esas.
Después, odio los después.
Ahora y siempre.

Yo no bajé la música. Lo desafiaba. Lo toreaba, sin embargo él nunca pasó de levantarme la voz. Esa seguridad me daba confianza para tirar la soga de su paciencia. Volvió. Empujó la puerta para que sonara contra la pared, se acercó al equipo y apretó el botón que decía power. Pero yo estaba en esa edad endiablada llamada adolescencia y no iba a aceptar que nadie me ponga límites. Otra vez Play y a girar el volumen al tope. Me tiré en la cama a esperarlo. No vino. Cansado de aturdirme y escuchar pura saturación bajé el sonido.
Fui a la cocina a tomar un poco de agua y estaba sentado, solo, mirando por la ventana. Se lo veía desgastado. Murmuró algo. No le hice caso. Lo dijo más fuerte mientras me iba:
-Esa música de maricones.-Dijo con toda la seriedad de lo insustancial. Yo no tenía el ánimo para ningún comentario y volví.
-¿Y vos? Esa porquería que escuchás es más aburrida que ir a la escuela, no sé ni cómo se llama.-Contesté con muy pocas luces.
-Tango, se llama tango, te lo dije mil veces. Pero qué vas a saber vos de música, ni siquiera sabés lo que te están diciendo… si por ahí te cantan “el que escucha esto se la come doblada” y ni te das cuenta.
-Qué decís, que decís, si ni siquiera sabes hablar bien castellano. Qué hablás.
-Te lo dije mil veces: no me faltes el respeto y no me levantes la vos.-Se paró. Era un poquito más bajo que yo. Nos sostuvimos la mirada. Era un duelo de western sin armas y absolutamente desigual. ¿Por qué estaba tan cargado de violencia si nunca nadie me había dado un mísero sopapo?
-¿Qué vas a hacer sino?- Le pregunté sabiendo que no me iba a decir nada. Mi papá toda la vida pregonó que la educación de un chico no tiene que estar contaminada de golpes. En realidad estaba desafiando a su propia memoria: su padre, un inmigrante brutal, solitario y abandonado por su mujer, lo surtía ante cualquier nimiedad como quien se descarga con el cuerpo equivocado.
Mi vieja hizo su aparición bajo el marco de la puerta. Ella no le daba mucha importancia a nuestras batallas. Y siempre le daba la razón a su marido. Yo tenía que obedecer sin cuestionar nada. Mi papá sabía, decía. Nunca me pudo convencer de eso. Para mi, razón tenía el boludo de Mick Jagger, así de ciego estaba. Le ponía muchas fichas a mis ídolos musicales. Sin saber que son los primeros a los que tenés que matar para que todo vaya bien más adelante.
-Te podés ir a tu pieza y dejalo tranquilo a papá.- Me ordenó.
Yo iba a hacer caso. Todavía le tenía un poco de respeto a mamá. Antes de irme me acerqué y le largué:
-Maricón.- Y me fui.
Él me agarro del brazo, me dio vuelta y lo vi levantar la mano por encima de su cabeza y pensé esto se va a poner bueno. Pero se agarró el brazo izquierdo que se endureció repentinamente y cayó. Parecía que se tragaba las palabras. Quería hablar. La vieja, que siguió toda la secuencia, me insultó y me mandó a llamar una ambulancia.
El viejo me miraba como nunca lo había hecho.
Me lo merecía.
Los pocos años que vivió luego de esa tarde, los hizo en una silla de ruedas. No podía hacer nada sin la ayuda de mi vieja, que nunca me perdonó. Papá estaba ahí, pero ausente. Como antes, como siempre. Y nunca más volvimos a pelear.

Publicado por Walter Lezcano, mano de obra y editor. Patricia Giménez y Silvia Giménez, diseño y estética en 21:48
Etiquetas: escritores de la casa, relatos, Walter Lezcano

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inmensa luna, cielo al revés


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Tango de Piazolla, letra de Pino Solanas.

 

 

Vuelvo al Sur
Como se vuelve siempre al amor
Vuelvo a vos
Con mi deseo, con mi temor

Llevo el Sur
Como un destino del corazon
Soy del Sur
Como los aires del bandoneon

Sueño el Sur
Inmensa luna, cielo al revés
Busco el Sur
El tiempo abierto y su después

Quiero al Sur
Su buena gente, su dignidad
Siento el Sur
Como tu cuerpo en la intimidad

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no te hagas la Otra.


mi primer seudónimo (nik) del blog fue la Otra .Lo abandoné porque hay una meritoria revista virtual, con mucho trafico que se llama asì.

Construir la propia identidad es un laburito que hacemos todos. Por ser psicologa,  por ser paciente crónica del psicoanálisis, porque la literatura me taladra la cucuza, porque soy mina, porque todo el día me pregunto, puedo identificar varios cachos del puzzle. Se que la identidad me viene del linaje, de la geografía, del momento, de la Historia, del clima (salù, Gustavo)  de las lecturas, de los amigos que elegí ,de los amores y los odios que cultivè con estulticia,  de la gente con la que me topè sin haber elegido. Que la identidad es cambiante y sin embargo permanente, como un rio que fluye pero sigue siéndolo

Una termina siendo una caricatura de lo que alguna vez fue. O tal vez un producto mejorado. No hay manera de no hacerse La Otra. Porque en esa otra están los ideales, los modelos de identificación,la que una ni siquiera sospecha que es,  la Otra es la que una es sin saber, la que quisiera haber sido y no llego, lo que sobra, lo que no sobra , lo que hace que cuando matas a 10 niños y los tenes en el frezer hace a tu vecino decirle al noticiero que no te metías con nadie y te gustaban los pajaritos. Sos la Otra, sos un misterio, sos lo conocido.

Yo no soy una chica de barrio: Yo soy una chica de barrio: Soy margarita y soy Margot. No soy ninguna

Yo es Otra escribia Rimbaud. Capo.

Margot
Tango 1921
Música: José Ricardo / Carlos Gardel
Letra: Celedonio Flores
Se te embroca desde lejos, pelandruna abacanada,
que has nacido en la miseria de un convento de arrabal…
Porque hay algo que te vende, yo no sé si es la mirada,
la manera de sentarte, de mirar, de estar parada
o ese cuerpo acostumbrado a las pilchas de percal.
Ese cuerpo que hoy te marca los compases tentadores
del canyengue de algún tango en los brazos de algún gil,
mientras triunfa tu silueta y tu traje de colores,
entre el humo de los puros y el champán de Armenonville.

Son macanas, no fue un guapo haragán ni prepotente
ni un cafisho de averías el que al vicio te largó…
Vos rodaste por tu culpa y no fue inocentemente…
¡berretines de bacana que tenías en la mente
desde el día que un magnate cajetilla te afiló!

Yo recuerdo, no tenías casi nada que ponerte,
hoy usas ajuar de seda con rositas rococó,
¡me reviente tu presencia… pagaría por no verte…
si hasta el nombre te han cambiado como has cambiado de suerte:
ya no sos mi Margarita, ahora te llaman Margot!

Ahora vas con los otarios a pasarla de bacana
a un lujoso reservado del Petit o del Julien,
y tu vieja, ¡pobre vieja! lava toda la semana
pa’ poder parar la olla, con pobreza franciscana,
en el triste conventillo alumbrado a kerosén.

 

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93 años, se fue Guillermo Rico.


1557893w645Era el langa, el único que guardaba las formas, con smoking en las peliculas de los cinco grandes del buen humor. Cantaba bien el tango. Enamoraba a las starlets. Y ,a la manera de esos tiempos,todo era un poco sobreactuado. Contrafigura de los cómicos puros, hombre del teatro de ese buenos aires que no vi pero me contaron. Del que relatan los tangos y las crónicas y las aguafuertes de arlt. Después  cuando yo era adolescente, lo vi en Rolando Rivas, para mi, un viejo muy viejo pero pasaron cuarenta años. Y muere hoy. O ayer.

Aca cuelgo dos videos, uno cantando Romance de Barrio y otra a los 92 años, cantando Canchero. Me da de sonreir que aparezca en ese viejisimo tango la palabra «bardero». De ese lenguaje venimos. Permitile que desafine un poco, tenia 92 años entonces ¡que gloria recordar la letra y tener ganas de cantar a los 92!!!

Y la letra, un lujo. Celedonio Flores

que yo me animo a ganarte sin emoción ni final.
Te lo bato pa’ que entiendas en esta jerga burrera
que vos sos una «potranca» para una «penca cuadrera»
y yo -¡che, vieja!- ya he sido relojiao pa’l Nacional…

Vos sabés que de purrete tuve pinta de ligero.
¡Era audaz, tenía clase, era guapo y seguidor!
Por la sangre de mi viejo salí bastante bardero
y en esa biaba de barrio figuré siempre primero
ganando muchos finales a fuerza de corazón.

El cariño de una mina que me llevaba doblao
en malicia y experiencia me sacó de perdedor.
Pero cuando estuve en peso y a la monta acostumbrado,
¡que te bata la percanta el juego que se le dio!

Ya, después, en la carpeta, empecé a probar fortuna
y muchas veces la suerte me fue amistosa y cordial…
Otras veces salí seco a chamuyar con la luna,
por las calles solitarias del sensiblero arrabal…

Me hice de aguante en la timba y corrido en la milonga,
desconfiao en la carpeta, lo mismo que en el amor…

Yo he visto venirse al suelo sin que nadie lo disponga
cien castillos de ilusiones, por una causa mistonga
y he visto llorar a guapos por mujeres como vos.

Ya ves, que por ese lado vas muerta con tu espamento…
Yo no quiero amor de besos, yo quiero amor de amistad.
Nada de palabras dulces, nada de mimos ni cuentos:
yo quiero una compañera pa’batirle lo que siento
y una mujer que aconseje con criterio y con bondad.
.

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Octubre, mes de mùsica. Tres ejemplos


El primero es de Osvaldo Piro, tangazo, fue cortina de Buscavidas, entrañable programa de televisiòn con Patricio Contreras, como un chileno recien llegado, negro cabeza, Brandoni como el tipo que salia a pelearla y Carnaghi como el vendedor mayorista, el loro.
escuchalo, date la oportunidad: cerràs los ojos y es buenos aires.

El segundo Octubre fue extremadamente famoso en su època: Mes de cambios en tiempos donde en la boca teniamos, diria en la punta de la lengua la palabra Revoluciòn. Y es de Roque Narvaja que todavia no se habia ido a España y vuelto.

El tercero, Fuegos de Octubre, del famosisimo disco Oktubre, que esta en todas las remeras.Claro, Los redondos en su apogeo.

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lanus: un arrabal


insisto en escribir versos, o en este caso reescribirlos

 

Arrabal.

Cada noche por la avenida
el colectivo se va alejando
de la estaciòn, rumbo a los fondos
y en esas breves cuadras
el arrabal se me carga encima 
con crudeza de  tango.

En el avance, como en un sueño
quedan a mis espaldas
en cada negocio cerrado
la memoria de los dependientes muertos
algunos nombres, algunas caras
el rubro,panaderias de olores
allá el conservatorio, la relojerìa

Son unas quince cuadras donde con lascivia
me va engullendo el roto asfalto conurba
a una escena en otra escena

Y para no marearme de Tiempo
me agarro con fuerza de las casas que conozco
cada una con su kilombo de familia y su historieta

El colectivo escupe mi cuerpo roto
a la quietud de mi calle
carozo vacio en la noche
y una luna que nunca viste
una irregular tajada de fruta blanca colgada no se como en el cielo
compadreando luz

luna de arrabales 
que alumbra mas que los faroles y dice cosas
que me guardarè muy bien de repetir.

Por fin camino las dos cuadras
pensando en ese barrio mio
de ropa colgada en terrazas
de mujeres que no trabajaron afuera nunca
Intuyo a los vecinos 
apaciguados frente a hipnotica  television
diez de la noche adentro de persianas y rejas
comiendo  milanesas fritas
y hablando del colesterol que no baja
y se me hace presente
como si fuera un olor
el tramado de un olvidado hule con frutera

Mi suburbio es tan antiguo como un tango viejo
y camalonea, 
insiste en que yo piense que algo ha cambiado

Pero las  veredas saben mi nombre y mi estirpe
y cobijan mis pasos a la vuelta del día
ya de noche
y tan cansada

Imposible abandonar en este laberinto
del cual soy la bestia hambrienta
que no tiene ni tendrá paz

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tenes mas pretenciones que bataclana que hubiera hecho suceso con un gotan.


como me gustaría que alguno de los que vienen allende los mares me pidiera la traducción de este tango para dar rienda suelta a mi porteñidad de muchacha criada escuchando radio, que como un mar, sonaba  el dial clavado en los programas de Carrizo, Larrea y o fontana, sonando esa radio, como si aun sonara.

 

Del barrio La Mondiola sos el más rana
y te llaman Garufa por lo bacán;
tenés más pretensiones que bataclana
que hubiera hecho suceso con un gotán.
Durante la semana, meta laburo,
y el sábado a la noche sos un doctor:
te encajás las polainas y el cuello duro
y te venís p’al centro de rompedor.

Garufa,
¡pucha que sos divertido!
Garufa,
ya sos un caso perdido;
tu vieja
dice que sos un bandido
porque supo que te vieron
la otra noche
en el Parque Japonés.

Caés a la milonga en cuanto empieza
y sos para las minas el vareador;
sos capaz de bailarte la Marsellesa,
la Marcha a Garibaldi y El Trovador.
Con un café con leche y una ensaimada
rematás esa noche de bacanal
y al volver a tu casa, de madrugada,
decís: «Yo soy un rana fenomenal».

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Te cuento un cuento que tiene que ver con crecer y con algo que me quedo soldado en la mollera desde la secundaria.


Yo creí, durante años, haberme criado en un suburbio de Buenos Aires, un suburbio de calles aventuradas y de ocasos visibles. Lo cierto es que me crié en un jardín, detrás de una verja con lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses. Palermo del cuchillo y de la guitarra andaba (me aseguran) por las esquinas

J.L.Borges en el prologo de Evaristo Carriego

Este anciano que nosotros vimos, ciego y de palabra vacilante, con el sobreañadido del bastón que hablaba como nadie de las sagas nordicas, que inventò, diriamos, para nosotros lo nórdico como tópico, supo escribir enormes cuentos de cuchilleros. El que ahora me ocupa es Hombre de la Esquina Rosada.  Quince años se pasó escribiendolo, si vamos a tomar sus tres escrituras previas publicadas como señales de su obsesiòn.  «Leyenda policial» (revista Martín Fierro , 26 de febrero de 1927), «Hombres pelearon» (en El idioma de los argentinos , 1928) y «Hombres de las orillas» ( Crítica , 16 de septiembre de 1933).

Los temas son siempre dos o tres, para cada uno de nosotros. Observo con estupor que mi blog tiene 1409 entradas, sin embargo los temas son siempre dos o tres.

De este maravilloso cuento que leí en la secundaria (ya no me acuerdo en que escuela -fui a cuatro antes de recibirme de técnica en la ley de la partida doble) nunca pude olvidarme de la frase «le copiabamos hasta la forma de escupir»

Entiendo el simil. Entiendo esa cosa de la adolescencia inerme cuando derrapa en la juventud y se necesita tomar forma de una buena vez y mirás y ves a Rosendo Juarez, el pegador, allì.

Cualquiera fuera el Rosendo Juarez que necesitas para dar forma a tus anhelos. Y probar algo, como el relator del cuento que cuenta El Hombre de la Esquina Rosada.

Los temas son siempre dos o tres. Para mi, este se trata de crecer. Y si lo leì en la secundaria, explica porque me acuerdo de copiarle a alguien- ya no recuerdo a quien, y ademas, ya no importa- hasta la forma de escupir.

Hombre de la esquina rosada

 

 

A Enrique Amorim

A mi, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no eran sus barrios porque el sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque sí a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer ése nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasíenta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condicion de Rosendo.
  Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ése era el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jue el primer sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo supimos. Los muchachos estábamos dende tempraño en el salón de Julia, que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque de humilde color, era de lo más conciente y formal, así que no faltaban músicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero había que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba sueño.
  La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa diversion estaban los hombres, lo mismo que en un sueño, cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la companera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz.
  Para nosotros no era todavía Francisco ReaI, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada.
  Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin ver. Los primeros -puro italianaje mirón- se abrieron como abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya estaba el Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmió con un planazo que tenía listo. Jue ver ése planazo y jue venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero le tiraron trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro después. El Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ése viento de chamuchina pifiadora detrás. Silbando, chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejo la cara con el antebrazo y dijo estas cosas:
  ­Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero , y de malo , y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mi, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.
  Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había traído en la manga. Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del milato ciego que tocaba el violín, acataba ese rumbo.
  En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse como encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio.
  ¿;Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzo lo que dijo. Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a negarse. Entonces, el más muchacho de los forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jue a su hombre y le metió la mano en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dió con estas palabras:
  ­Rosendo, creo que lo estarás precisando.
  A la altura del techo había una especie de ventana alargada que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frio.
  ­De asco no te carneo­dijo el otro, y alzó, para castigarlo, la mano. Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo miró con esos ojos y le dijo con ira:
  ­Dejalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre.
  Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó como para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga y a los demás de la diversión, que bailaramos. La milonga corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y grito:
  ­ ¡;Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida !
  Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango.
  Debí ponerme colorao de vergüenza. Dí unas vueltitas con alguna mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura y jui orillando la paré hasta salir. Linda la noche, ¿;para quien? A la vuelta del callejón estaba el placero, con el par de guitarras derechas en el asiento, como cristianos. Dentre a amargarme de que las descuidaran así, como si ni pa recoger changangos sirviéramos. Me dió coraje de sentir que no éramos naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar en más nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En eso, me pegaron un codazo que jue casi un alivio. Era Rosendo, que se escurría solo del barrio.
  ­Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo ­me rezongó al pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el del Maldonado; no lo volví a ver más.
  Me quedé mirando esas cosas de toda la vida ­cielo hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el callejón de tierra, los hornos ­y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿;Que iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao, más obligación de ser guapo.
  ¿;Basura? La milonga déle loquiar, y déle bochinchar en las casas, y traía olor a madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche. Había de estrellas como para marearse mirándolas, una encima de otras. Yo forcejiaba por sentir que a mí no me representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero no me querían dejar. Hasta de una mujer para esa noche se había podido aviar el hombre alto. Para esa y para muchas, pensé, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta.
  Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo.
  Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que alguno de los nuestros había rajado y que los norteros tangueaban junto con los demás. Codazos y encontrones no había, pero si recelo y decencia. La música parecia dormilona, las mujeres que tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es mía.
  Yo esperaba algo, pero no lo que sucedió.
  Ajuera oimos una mujer que lloraba y después la voz que ya conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien, diciéndole:
  ­Entrá, m’hija­y luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a desesperarse.
  ­¡;Abrí te digo, abrí gaucha arrastrada, abrí, perra! ­se abrió en eso la puerta tembleque, y entró la Lujanera, sola. Entró mandada, como si viniera arreándola alguno.
  ­La está mandando un ánima ­dijo el Inglés.
  ­Un muerto, amigo ­dijo entonces el Corralero. El rostro era como de borracho. Entró, y en la cancha que le abrimos todos, como antes, dió unos pasos marcado ­alto, sin ver ­y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron con él, lo acostó de espaldas y le acomodó el ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecia un lengue punzó que antes no le oservé, porque lo tapó la chalina. Para la primera cura, una de las mujeres trujo caña y unos trapos quemados. El hombre no estaba para esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando. Todos estaban preguntándose con la cara y ella consiguió hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a un campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y le infiere esa puñalada y que ella jura que no sabe quién es y que no es Rosendo. ¿;Ouién le iba a creer?
  El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el mate dió Ia vuelta redonda y volvío a mi mano, antes que falleciera. «Tápenme la cara», dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio.
  ­Para morir no se precisa más que estar vivo ­dijo una del montón, y otra, pensativa también:
  ­Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas.
  Entonces los norteros jueron diciéndose un cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron juerte después.
  ­Lo mató la mujer.
  Uno le grito en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvidé que tenía que prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado, casi pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con sorna:
  ­Fijensén en las manos de esa mujer. ¿;Que pulso ni que corazón va a tener para clavar una puñalada?
  Añadí, medio desganado de guapo:
  ­¿;Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como éste, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida después?
  El cuero no le pidió biaba a ninguno.
  En eso iba creciendo en la soledá un ruido de jinetes. Era la policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su razón para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana alargada por la que pasó en un brillo el puñal. Por ahí paso después el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos y de cuantos centavos y cuanta zoncera tenía lo aligeraron esas manos y alguno le hachó un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, señor, que así se le animaban a un pobre dijunto indefenso, después que lo arregló otro más hombre. Un envión y el agua torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara, no se si le arrancaron las vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó el apuro para salir.
  Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio animado. El ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre una lomada estaban como sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano.
  Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana una lucecita, que se apagó en seguida. De juro que me apure a llegar, cuando me di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre.

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Los favores recibidos creo habertelos pagado


Este tango tiene algunas cosas que lo hacen especial para mi. Mano a mano
Cortazar lo cita un par de veces en los cuentos. Especialmente le gustaban los versos

Que el bacan que te acamale tenga pesos duraderos

 Tiene coincidencia temática con el Ojalá de Silvio Rodriguez, son dos versiones del mismo cuento.Las dos muy bellas. Pero este tiene ese dejo de compasión ultima, eso de

«si necesitas un amigo, si te hace falta un consejo, acordate de este otario que ha de jugarse el pellejo, pa ayudarte en lo que pueda cuando llegue la ocasion.!

Como dijo Garcia Marquez de Pedro Navaja, si yo hubiera escrito esto, colgaría los botines.