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que trata acerca de lo que sería la felicidad


images (1)Ya escribì sobre el deseo, cuando hablè de los tres imposibles freudianos: educar, gobernar y analizar aqui. Y hablè del otro imposible, èste cercado por Lacan: el imposible de hacer desear. Nadie te puede hacer desear: eso està en vos. Asistimos a un tiempo de gran  oferta de objetos para  consumir, pero de poco deseo legitimo. Se trata aqui de otra cosa: de lo mas impensado

Ayer, en el blog http://planetafreud.wordpress.com/ encontre un texto de Carolina Rovere, docente de la Universidad de Rosario(¿sera la hija del sanitarista Mario Rovere?, yo fui su alumna y estoy orgullosa de eso) quien explica las posibilidades de aparición del deseo, en el sentido psicoanalitico.

Si bien es imposible hacer desear,  el texto que encontrè ronda acerca de aquello que significa responsabilizarse del propio deseo, que nunca -como el texto bien lo enuncia- no es hacer lo que a uno se le canta, si no mas bien hacer lo necesario

 Por Carolina Rovere *

Los psicoanalistas que seguimos a Freud y Lacan hablamos todo el tiempo del deseo, pero muchas veces se malentiende su estatuto porque se confunde deseo con comodidad. El deseo no significa hacer lo que uno tiene ganas, o como se dice vulgarmente “lo que a uno se le canta”, sino más bien hacer acorde a lo que nos hace falta.

(…)Y aquí radica toda la tragicomedia de los seres humanos, ya que se sufre de insatisfacción o de imposibilidad, dos modos neuróticos de gozar de la privación, al no permitirnos acceder a lo que realmente queremos.  Así se retrocede o se cancela la búsqueda en pos de los mejores argumentos.

El deseo cuesta y muchas veces es caro porque se requiere de un trabajo de decisión y valentía para asumirlo y hacerlo posible de la buena manera: lleva tiempo recibirse, armar una pareja, concretar un viaje, cambiar de trabajo.

En cada singularidad es distinto, no se da de un día para el otro pero tampoco nos lleva una eternidad. El deseo es lo que le da el verdadero sentido y dignifica la vida humana.

Jorge Alemán, en su paso por Rosario, nos decía de una manera muy sencilla que “un deseo es algo que no sabemos ni cómo surgió, ni de donde surgió, pero nos involucra y ahora estamos ahí; un deseo no puede calcularse de antemano”.

Es muy interesante cómo lo define ya que articula la lógica del deseo con la contingencia. Al proponer que no se puede calcular de antemano, al decir que no sabemos ni cómo surgió, ni de dónde, está diciendo que el deseo nunca es previsible.

El deseo es imprevisto: surge. El asunto entonces es qué se hace con eso, cómo se responde a eso que nos involucra en nuestra estructura más íntima.

¿Pero por qué si un deseo es lo que más nos concierne, sería rechazado o no admitido?

Justamente porque el deseo no se lleva bien con la comodidad. El deseo raramente encaja con lo previo, por eso consentir a él implica muchas veces una reestructuración de nuestra cotidianidad.

El deseo es entonces un acontecimiento en nuestras vidas que marca un antes y un después, ya no se es el mismo nunca más, tanto si se dice que sí como si se dice que no.

En el ámbito de los analistas suele escucharse a menudo una confusión:en nombre de “lo que no hay”, se retrocede frente al deseo.

(…) admitir de la buena manera lo imposible sólo puede hacernos abiertos a la contingencia.

La subjetivación de lo imposible, o de lo que no hay, no es un saber académico. Es una de las experiencias fundamentales de un análisis que consiste en admitir que no hay, pero para nadie.

A esto lo llamo estar en paz con lo imposible, ya no hay sufrimiento inútil ni resignaciones neuróticas, porque nos podemos habilitar para disponernos a las contingencias que asoman todo el tiempo en nuestras vidas. Abrirle la puerta a veces requiere de audacia y valentía, pero es lo que hace que la vida merezca ser vivida. Un modo que encuentro para decir qué sería la felicidad.


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descubriendo a Leonard Cohen y poniendole el bonus de un poema para Janis Joplin de Alejandra Pizarnik


Para Janis Joplin

Alejandra Pizarnik

a cantar dulce y a morirse luego
no: a ladrar.

así como duerme la gitana de Rousseau
así cantás, más las lecciones de terror.

hay que llorar hasta romperse
para crear o decir una pequeña canción,
gritar tanto para cubrir los agujeros de la ausencia
eso hiciste vos, eso yo.
me pregunto si eso no aumentó el error.

hiciste bien en morir.
por eso te hablo,
por eso me confío a una niña mostruo

Alejandra Pizarnik
Textos de sombra y últimos poemas (1982)

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desnudistas


Pensè en Rita la salvaje.

Ahora que la trata de mujeres está en la agenda pública y hay quien cree que sin clientes no hay trata y equiparan a la aniquilación de la trata con la aniquilación de la prostitución, pensè en Rita la Salvaje, nacida Juana.

La trata es -sin lugar a dudas- uno de los delitos mas abominables, porque supone el infierno de la desparición de personas, la reducción a la servidumbre, y el borramiento del sujeto. Sin embargo la prostitución la precede y supongo que la pervivirá. Va a seguir habiendo clientes a los que les esta vedado el amor, por neurosis, por fealdad, porque si no pagan no pueden tener sexo, porque le tienen miedo a las mujeres, por temor o vaya a saber que cosa. Va a seguir habiendo mujeres que encuentren la salida de la prostitución como yo encontre la dactilografia y el trabajo de la oficina, por vocación, por desidia, que se yo ¿que nadie nace puta? ¡claro!  Nadie nace traidor, o papa que vive en Roma. Los caminos de la vida, Vicentico!. ¿quien me iba a decir a mi que iba a jubilarme como directora de escuela, yo que queria ser, ponele, escritora? O psicoanalista famosa? o vaya a saber, viajera del national geographic.
A vos, no te fue tan mal, gordito.

Algunas mujeres siendo o no prostitutas, vivieron de ser bailarinas exoticas o simplemente desnudistas. En el blog hay hasta un poema a Bettie Page. Esas mujeres me dan una lastima blanda pero no desprecio.Lo que si es verdad que me interpelan, tal vez por la envidia de esas bellezas frágiles o duras, segun el caso ¿acaso somos tan distintas?

   Rita la Salvaje si no muriò  debe estar por hacerlo. Nació en la isla maciel al finalizar los veintes  y es un icono de Rosario, El Quique LLopis le hizo una pensión. Es que fue una cosa cultural. Sin dudas que se la ganó , de tanto menearse en el escenario, la chica nacida Juana en la Isla Maciel y sueño y pesadilla de tanto rosarino, odiada y temida por las otras mujeres, nosotras, las directoras de escuela. Bah, las normales. Las que no fuimos salvajes.

¿que talento habrán tenido ellas? Cuantas noches sin ganas, y con frió salieron a mover el pandero para un publico de pajeros, de nenes bien, de hombres en plan poronga?
Ay, de esa mujeres, ¿uds. dicen que es peor limpiar mugre ajena? ¿tal vez el laburo en el frigorifico, en el taller de costura?¿vos decis? Ponele.

No se, desnudistas, mis hermanas de género. Rita la salvaje -decía olmedo- te partía una nuez con los músculos pelvianos. El chiste absurdo me hacia reír. Un recuerdo para Rita la Salvaje, que como Bettie Page, estuvo internada por loca. Es que la bebida blanca berreta, los hombres que te tratan como cosa, el frio del cabaret, la plata fácil, y la vejez que como un viento blanco te rodea y te mata son malas cosas pa la tripa, cuando la belleza es lo único que te elogiaron, tu laburo y tu karma.

«mira en tu libro de reglas, acaso, somos tan distintos?»

SUMO.

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una foto de diane arbus, y un microrelato de marco denevi,


tres bailarinas de circo: Foto diane arbus. vivio 50 años y se cago muriendo
tres bailarinas de circo: Foto diane arbus. vivio 50 años y se cago muriendo

El el amor es credulo / Marco Denevi

De regreso en Itaca, Odiseo cuenta sus aventuras desde que salió de Troya incendiada.
Sólo obtiene sonrisas irónicas.
La misma Penélope, su mujer, le dice en un tono indulgente: “Está bien, está bien. Ahora haz descansar tu imaginación y trata de dormir un poco”.
Odiseo, enfurruñado, se levanta y se va a caminar por los jardines.
Milena lo sigue, lo alcanza, le toma una mano:
“Cuéntame, señor. Cuéntame lo que te pasó con las sirenas”.
Sin detenerse, él la aparta con un ademán brutal:
“Déjame en paz”.
Como ignora que ella lo ama, ignora que ella le cree.
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el error de no ir a Granada.


mapasAntiguosGranadaMurcia¿por que hay que ir a Granada? eh? Por que no Praga (el sol de Praga al atardecer en esas escaleras sobre rios, tan Praga, Por que no decir que no se puede dejar de ir a Paris (olor a pain aux chocolat y otros puentes y la rive gauche y lararli lararli Cesar Vallejo y cosas tan necesarias)
Sin embargo no ir a Granada es un error enorme: Lorca, por ej. El generalife y el principe Amhed al que  ningun tutor eunuco  le habia enseñado la palabra amor. pero como hablaba la lengua de los pajaros, en primavera (Hoy es primavera) los pajaros se la gritaban y tuvo que salir del palacio a ver de que se trataba tamaño significante.
Foucault habla de las palabras y las cosas : ¿a que cosa llama cada uno amor? La ruptura entre significante y significado hace que no sepamos bien que decimos. Pero es primavera y hay que hablar de amro.

Volviendo a Granada http://www.biblioteca.org.ar/libros/132437.pdf Yo leì el libro de Washington Irving en la coleccion Robin Hood (debe ser una pésima traduccion) cuando todavia no me sonaba los mocos sola y nunca mas y todavia lo recuerdo.

Y Paco Ibañez, que se yo. Tantas cosas: la palabra naranja, la palabra Guadalquivir, No ir a Granada es un puto error.que ud. lector no puede permitirse. Y Rafael Alberti, (un viejo cabrón en mis recuerdos, gran poeta) le escribió esto. que es una advertencia en la Balada del que nunca fue a Granada

¡Qué lejos por mares, campos y montañas!
Ya otros soles miran mi cabeza cana. Nunca fui a Granada.
Mi cabeza cana, los años perdidos.
Quiero hallar los viejos, borrados caminos.
Nunca vi Granada.Dadle un ramo verde de luz a mi mano.
Una rienda corta y un galope largo.
Nunca entré en Granada.
¿Qué gente enemiga puebla sus adarves?
¿Quién los claros ecos libres de sus aires?
Nunca fui a Granada.¿Quién hoy sus jardines aprisiona y pone
cadenas al habla de sus surtidores?
Nunca vi Granada.

Venid los que nunca fuisteis a Granada.
Hay sangre caída, sangre que me llama.
Nunca entré en Granada.

Hay sangre caída del mejor hermano.
Sangre por los mirtos y aguas de los patios.
Nunca fui a Granada.

Del mejor amigo, por los arrayanes.
Sangre por el Darro, por el Genil sangre.
Nunca vi Granada.

Si altas son las torres, el valor es alto.
Venid por montañas, por mares y campos.
Entraré en Granada.

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IMPOSIBLE NO REPETIRSE CON CUATRO AÑOS DE BLOG. Aca,la nilda, ama all along the wachtower, sin duda Y homenajeamos a Jimmy, tan muerto, tan vivo.


Eimages (3)L MEJOR COVER DE LA HISTORIA Y A MI NO ME VENGAN A DISCUTIR. EL ORIGINAL ES DE DYLAN, Y CUANDO LO TOCA DYLAN ES CASI UNA PORQUERIA.

HOY CUMPLIRIA AÑOS JIMMY HENDRIX. NO HABIA CHANCE DE QUE VIVIERA HASTA AHORA. GENTE COMO FLAMA. Y ADEMAS LAS DROGAS, CLARO.

PERO NOS DEJO ESTA JOYA . AMO ESTA VERSION. DE VERDAD. ME SACA, QUE TE DIGO, CUARENTA AÑOS DE ENCIMA. Y SI FUERA UN TIPO NO PARARIA DE TOCAR UNA AIR GUITAR (esas boludeces las hacen los tipos, las mujeres somos una cosa seria)

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El tio Robert, un extraño lugar llamado La Patagonia y la estirpe.


Mi primo Mario fue hace un par de años a Italia y contacto parentela. La parentela (hijos de primos de mi viejo) tenia impreso un arbol genealogico y allì estaba el nombre de mi bisabuelo, con la leyenda «emigrato a la America»: Tengo una fotocopia de eso.

Me encanto este texto del chaqueño Mempo Giardinelli, de quien lei con muchisimo agrado Luna Caliente, entre otras cosas, un tipo que queda atrapado en un infierno circular del que no puede salir. Es largo, nadie lee cosas largas en los blogs, pero yo insisto. La fuente original es Pagina 12

Esto sucedió hace muchos años, la primera vez que fui a Nueva York. Terminaban los ’70 y con un amigo que estaba exiliado en Suecia –El Polaco Szmule– habíamos planeado encontrarnos allí porque Nueva York equidistaba entre Estocolmo y México y era una gran ciudad, ideal para desquitar algunas penas del exilio.

Llegamos casi juntos, nos alojamos en un hotel más o menos decente aunque de precio poco razonable (en Manhattan sólo hay hoteles carísimos o pocilgas inhabitables) y la primera mañana salimos a pasear, contentos como primos que van a jugar en el parque.

Hacía muchísimo frío pero nosotros caminábamos alegremente por la Séptima Avenida, recordando viejos tiempos, amigos comunes y nostalgias de la patria, cuando en la esquina de la calle 46 El Polaco de pronto miró hacia la Sexta, me dio un codazo en las costillas y dijo, mirando para arriba: “Oia, mirá eso”. Y yo miré, y “eso” era una enorme bandera roja que caía desde la ventana del tercer piso con la leyenda: “Giardinelli Band Company”.

No lo podía creer, porque me crié convencido de que no teníamos parientes en el mundo. Por no sé qué tragedias familiares (la pobreza extrema en los Abruzzos, el analfabetismo de los abuelos inmigrantes, la Primera Guerra Mundial) fui criado en la seguridad de que no teníamos parientes salvo unos pocos tíos en la provincia de Buenos Aires. “Ni siquiera en Italia deben quedar”, escuchaba yo, de niño, a mi papá y mis tías. Y a la muerte de papá, cuando era todavía un niño, las mujeres de la familia me endosaron la pesada carga de ser el último portador del apellido, significara eso lo que significare. De modo que esa bandera me dejó patitieso.

Enseguida me dije que nadie en el mundo iba a gastarme semejante broma, ni tenía sentido ser tan soberbio como para creer que en efecto era el último tipo con ese apellido en todo el mundo.

Pero esa bandera colgaba, enorme y lánguida, y para mí completamente irresistible, de un mástil elevado hacia el cielo en ángulo de 45 grados. Era un edificio como los de las películas de Woody Allen, de arquitectura típicamente neoyorquina de fines del Diecinueve o principios del Veinte: ladrillos rojos ennegrecidos de hollín, ventanas de dobles hojas superpuestas en movimiento vertical, siete u ocho plantas que remataban en una especie de sencillo almenar.

Hacia allá fuimos y en la planta baja supimos enseguida que se trataba de un edificio dedicado a la música: todos los pisos y oficinas estaban ocupados por empresas de fabricación, venta, afinación o reparación de todo tipo de instrumentos. El negocio más grande era el que anunciaba la bandera: una fábrica de boquillas para instrumentos de viento.

Cuando salimos del elevador, me sentí en una especie de País de las Maravillas: tras la apariencia de una vieja ferretería de pueblo, esa gente que llevaba mi apellido se había especializado en fabricar y vender embocaduras para trombones, cornos, trompetas, tubas, oboes, clarinetes, fagotes, flautas y qué sé yo qué más. Allí estaban las embocaduras de todos los vientos, de maderas finas o de bronce, de plata y de plástico, de baquelita y hasta de oro. Allí se exhibían todas las boquillas que uno pudiera imaginar: los modelos más sencillos y los más estrambóticos se lucían en vitrinas, mesas, cajas, cajitas y cajones. El lugar era una especie de tienda antigua, como un almacén de ramos generales pero tan específico que acababa siendo un almacén de ramo concreto, digamos: sea lo que sea que usted toque soplando con la boca, aquí lo encontrará.

En las paredes había una infinita galería de fotos –la mayoría en blanco y negro– de músicos y orquestas famosos: allí estaban Louis Armstrong y John Coltrane, Glenn Miller y Benny Goodman, Artie Shaw y la Filarmónica de Nueva York, Harry James y un cuarteto de trombones que yo desconocía, Dizzie Gillespie y Miles Davis y una sucesión de grandes directores de orquestas como Herbert von Karajan y Eugene Ormandy, y también Gerry Mulligan y Stan Getz y no sé, había decenas de virtuosos, ejecutantes de todos los géneros y estilos; personas de piel de todos los colores y los más diversos tipos de ojos; gentes con sonrisas y con ceños fruncidos, capturados todos por las cámaras tocando sus instrumentos o posando, en fin, eso era una galería magnífica, como un museo del jazz pero también de la buena música universal. Y lo más impresionante para mí, cuando me puse a recorrer las fotografías como quien recorre una exposición de Chagall o de Van Gogh, o sea repleta de piezas que parece que se repiten pero que en realidad nunca se repiten, lo que me dejó más asombrado fue que todas esas fotografías, todas, estaban autografiadas y las dedicatorias hablaban, unánimes, de su agradecimiento a Robert Giardinelli.

Entonces El Polaco me dio otro codazo:

–No podés irte. No podés no preguntar por ese hombre.

Me dirigí a una de las muchachas que atendían el negocio, que en ese momento estaba bastante concurrido: una docena de músicos hacía consultas o entregaba o retiraba instrumentos. Le dije que quería hablar con Míster Giardinelli. Me preguntó de parte de quién y cuando le respondí sonrió como si yo hubiera pronunciado un buen chiste.

Pero el hombre apareció enseguida. Abrió la puerta de su despacho y supe que era él en el acto, porque era idéntico a mi papá: los mismos ojos celestes, la misma calvicie, la misma pera partida y la misma sonrisa preciosa que yo he recordado siempre de mi padre.

La mandíbula se me cayó como hasta las rodillas y abrí tanto mis ojos miopes que, debajo de los lentes, deben hacer parecido un dos de oro estampado sobre mi nariz. El hombre era muy alto y tenía un manejo muy suelto de su cuerpo y de las situaciones. Se veía que era lo que se dice un hombre de mundo, un tipo con mucho kilometraje recorrido, de trato fácil y agradable y un magnetismo natural. Debía tener unos setenta años, pero se lo veía en excelente estado. Canoso en los pocos pelos que le quedaban en la nuca y sobre las orejas, su cara delataba a un ex boxeador (luego supe que había sido profesional de peso semicompleto). Hablaba Inglés con acento claramente italiano, como un cocoliche gringo igualmente simpático.

Dos horas después estábamos comiendo pastasciutta en un restaurante romano que había enfrente, sobre la 46, y que se llamaba La Strada y donde lo recibieron como a un magnate petrolero. El me presentó al maitre y a los meseros como “un sobrino que vino de Sudamérica”. A esa altura yo ya lo llamaba Tío Bob y El Polaco se excusó de comer con nosotros confesándome que la situación le producía una envidia insoportable y que se iría al hotel a consultar la guía, a ver si encontraba algún pariente.

Después del postre y mientras tomaba un café con licor de Sambucca, el Tío Bob me preguntó si yo vivía, acaso, en la Patagonia. Le respondí que no y le hablé del tamaño de la Argentina, de lo lejos que están el Chaco y Buenos Aires de la Patagonia, de la situación política imperante entonces en mi país, del exilio y de mi vida en México. El me escuchó atenta, educadamente, pero yo me fui dando cuenta de que no le interesaban mucho esas circunstancias, porque a cada rato volvía sobre la palabra mágica: Patagonia. ¿Qué tan lejos quedaba exactamente, como para no haber ido jamás? ¿Cómo eran aquellos paisajes y qué me parecía a mí un desierto de tal magnitud donde antes, millones de años antes, había habido bosques maravillosos? ¿Cómo era Ushuaia? ¿Lo acompañaría yo hasta los glaciares del extremo sur si él iba a la Argentina? ¿Había buenas carreteras para viajar por tierra, se podía ir por mar o en tren? ¿Se conseguirían caballos, había hoteles, era posible esquiar sobre aquellos lagos helados, se comían buenas pastas en la Patagonia?

Yo no tenía todas las respuestas para su curiosidad, y tampoco sé si para este relato interesa contar más del Tío Bob, pero diré que era siciliano y había sido criado en un orfelinato de Catania, donde aprendió el oficio de hojalatero y desde muy joven empezó a arreglar instrumentos de viento. Huyó del fascismo justo antes de la guerra y a comienzos del año ’40 llegó a los Estados Unidos. Se enroló en el ejército aliado y combatió en Europa, en varios frentes, hasta el año ’44, cuando con el grado de sargento un bazukazo alemán lo devolvió, herido, a Nueva York. Desde el ’46 manejaba esa fábrica que –decía él– “modestamente tiene un stock de bronces, platinos, caños y maderas valuado en unos cuatro millones de dólares”, cifra que él pronunciaba como cualquiera de nosotros diría quinientos pesos, pero con inocultable orgullo. El Tío Bob había alcanzado el sueño americano: era ahora un hombre de negocios respetado, tenía un piso sensacional en Sutton Place (que es uno de los barrios más elegantes de Manhattan) y por supuesto era contribuyente del Partido Republicano y admirador de Ronald Reagan. Su orgullo máximo, sin embargo, era haber fabricado la embocadura de todas las trompetas que Satchmo tocó desde los ’40 hasta su muerte, lo que los había llevado a una amistad muy estrecha a partir de la vez que Armstrong lo llamó desde Tokio y le dijo: “Bob, necesito tres boquillas para el concierto de mañana” y Bob hizo malabarismos para fabricarlas en un par de horas y llevarlas en un DC-6 de la Panagra que aterrizó en Tokio al día siguiente, justo una hora antes del concierto. De allí fueron a Corea y las Filipinas, y anduvieron un mes de gira. Además, su fábrica abastecía a casi todas las grandes orquestas de jazz (Count Basie y Duke Ellington eran sus clientes y amigos) y a las sinfónicas de toda Europa, la Unión Soviética y el entonces llamado mundo socialista, en fin, como en 60 países había músicos que soplaban músicas maravillosas en las embocaduras que fabricaba este hombre.

Durante años nos mantuvimos en contacto. Lo visité puntualmente cada vez que fui a Nueva York, y siempre terminábamos cenando pastas y bebiendo Chiantis en los mejores restaurantes italianos. A veces, mientras bebíamos martinis de precalentamiento en el suntuoso piso de Sutton Place, él me mostraba libros de fotografías de la Patagonia, informes y artículos del National Geographic, y hasta postales que solía pedir a cuanto viajero a la Argentina conocía, algunos de ellos saxofonistas reconocidos como Mulligan, Stan Getz o el Gato Barbieri. Y como él siempre insistía en preguntarme sobre la Patagonia, más de una vez yo me sentí avergonzado de mi ignorancia acerca de esa otra mitad de mi país. Pero lo que me impresionaba no era tanto que el Tío Bob supiera de la Patagonia más que yo, sino la misma etiología, el origen de su curiosidad. Me lo dijo la última vez que nos vimos. Cenábamos en una bodega de ambiente napolitano de la calle 52 y cuando le pregunté por qué insistía con la Patagonia, ésta fue su respuesta:

–En la guerra yo maté –dijo, bajando la voz como si la confesión exigiera, como en efecto exigía, silencio y recato–. No sé a cuántos alemanes, porque cuando se dispara, en una batalla, no hay tiempo de precisar aciertos y yerros. Pero una vez vi perfectamente cuando una de mis balas abatía a un alemán parapetado detrás de un muro. Eso fue en Lisieux, después del desembarco en Normandía. Yo le disparé desde otro muro y me impresionó el grito de ese hombre, que no sólo caía sino que protestando. Probablemente profirió un insulto en alemán, lengua que no hablo, pero me impresionó su tono, su rabia. Así que cuando dos o tres horas después ocupamos el pueblo e hicimos una batida para limpiar el terreno y ver si había sobrevivientes, yo me dirigí hacia ese muro. Quería ver a ese hombre que había caído protestando. Y lo encontré, por supuesto, y todavía vivía aunque tenía destrozado el pecho y se desangraba sin remedio.

El Tío Bob pidió otro café, con voz sombría, y encendió un cigarro. Fumaba Cohibas, unos puros gordos y carísimos que por supuesto él podía pagar. Me convidó uno, que acepté sólo por acompañarlo y para calmar la ansiedad que me producía su relato.

–El alemán me miró y me preguntó, en un inglés bastante bueno, si había sido yo. Le respondí que sí, y me pidió un cigarrillo. Yo dudé porque teníamos orden de rematar a los heridos que estuviesen agonizando, pero rápidamente me dije que yo, en su situación, también hubiese pedido fumar un último tabaco. Mientras lo encendía y aspiraba todo lo profundo que sus heridas se lo permitían, el alemán dijo que le daba mucha rabia morir de manera tan estúpida. Enseguida estuvimos de acuerdo en que era idiota lo que estábamos haciendo: matarnos unos a otros mientras los que dirigían la guerra dormían en las camas en las que probablemente morirían ya ancianos. Charlamos como viejos amigos y él me preguntó qué pensaba hacer después de la guerra. Le dije que pensaba fabricar lo que fabrico, en Nueva York. El me dijo que le hubiera gustado conocer la Patagonia. Le habían contado que allá hay paz, ovejas, cielos inmensos, viento, mar y hielos perfectos y hermosos. Se había jurado que cuando terminara la guerra, si sobrevivía, ya no querría vivir en Europa ni con mucha gente alrededor. Entonces me pidió que si un día yo iba a la Patagonia, me acordase de él. Por favor, repitió un par de veces, por favor, y se murió con el cigarrillo aún encendido entre los dedos. No alcanzó siquiera a decirme su nombre, pero me dejó un encargo para toda la vida. Enseguida un teniente me preguntó si había novedades tras ese muro. Le dije que no, ninguna novedad, y entonces me ordenó volver con mi batallón… Nunca he contado esto –terminó el Tío Bob– y tampoco he ido jamás a la Patagonia. Pero un día lo haré y tú vendrás conmigo, ¿verdad?

Le dije que por supuesto y cambiamos de tema. Después nos despedimos y ya no volví a verlo. Falleció a comienzos del ’93 y lo supe por una carta que me envió, meses después, Tía Rose, su esposa de toda la vida. Lamentablemente, murió sin cumplir su deseo de ir a la Patagonia y tampoco llegamos a saber fehacientemente si éramos o no parientes de sangre. Calmo y agradable, una vez me había dicho, con su mejor sonrisa, que no podía saberlo del mismo modo que no sabía cómo había llegado a aquel orfelinato de Catania donde alguien lo dejó una noche, con solamente lo puesto y un cartel que le daba un nombre y un apellido. Pero los dos supimos, siempre, que éramos parientes y que algo más profundo y verdadero nos unía. Su parecido con mi padre era concluyente, pero además yo conjeturo que quizás él me vio alguna vez demasiado parecido al hijo que no tuvo.

De vez en cuando visito a Tía Rose en su piso de Sutton Place. Comemos pastas en algún restaurante italiano de Manhattan y, por supuesto, siempre hablamos del Tío Bob y de cuánto lo quisimos.

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sueñero, sobre un papel en blanco


Ay, ese toro azul
fatigado y sediento
de correr tras la nada
como la luz y el viento!

si fuera yo una poeta, quisiera escribir como Fandermole.
Se que es una historieta de Brescia, que no he leido
 (prometo pasar por el negocio de comic de corrientes y uruguay para comprarla) Pero la cancion me puede. ¿que la colgue antes?
y que importa!images (2)